Irene Vallejo: «El lenguaje es política, las palabras nunca son neutras»
Asegura que «el éxito tienes que encararlo siempre con inteligencia porque se puede llevar consigo muchas cosas de tu vida»
Irene Vallejo sostiene que «los relatos nos ayudan a sobrevivir», que «somos la única especie que explica el mundo con historias» y, también, que «nuestra auténtica fortaleza es creativa». Irene Vallejo es una erudita discreta, delicada de prosa, honda de conocimiento y una mitómana encubierta en su amor (pasión, en realidad) por los libros, las bibliotecas y los autores de la antigüedad. Ha publicado este mes un «Manifiesto por la lectura» que supone el remate o colofón a este año contradictorio en emociones, que en un plato de la balanza ha puesto la pandemia y, en otro, le ha obsequiado con el Premio Nacional de Ensayo. Pero que, por encima de todo, le ha traído el respaldo de los lectores y de los críticos, que han convertido «El infinito en un junco» (Siruela) en el libro del año. «No me ha dado tiempo a asimilar el éxito», comenta sonriendo, y añade: «Todavía tengo que pararme a pensar para creerlo. No lo esperaba. El éxito tienes que encararlo siempre con inteligencia porque se puede llevar consigo muchas cosas de tu vida. Una de mis obsesiones es convertir esta acogida en libertad creativa, liberarme de las imposiciones, no dejarme arrastrar, no sufrir por las expectativas y no sentirme obligada a nada. Intento que esto se traduzca en libertad para hacer proyectos en los que creo»
–La pandemia ha vuelto a demostrar la salud de hierro del libro.
–Ha soportado este vendaval mucho mejor si se compara con el teatro, el cine, la música en directo. Se ha demostrado hasta qué punto algo tan frágil logra ser resistente. Empecé a escribir «El infinito en un junco» cuando todos aseguraban que era el fin de los libros, entraban nuevas tecnologías, se difundían las plataformas de televisión y se abrían miles de opciones para el ocio. El libro, decían, estaba acabado, pero si algo ha demostrado la Covid es que los lectores somos una hermandad y somos más numerosos de lo que creíamos.
–Su libro demuestra que hay hambre de conocimiento.
–«Infinito en un junco» es una reivindicación del hecho de aprender. Aprender es un placer; uno de los más subestimados. Nunca ahondamos en el hedonismo de aprender. Ahora que tengo un niño pequeño me doy cuenta de que cada vez que plantea una pregunta y obtiene una respuesta, está satisfecho, le produce felicidad. Y a este placer le prestamos muy poca atención. El auge del ensayo tiene que ver con eso, con una demanda por aprender de una manera placentera, no disciplinada y árida con la que solemos identificar el aprendizaje académico. Aprender no para examinarte, sino para saciar la curiosidad.
–Pero la curiosidad en los adultos decae...
–Después de esa explosión del «por qué» de los niños, hay una época de conformismo en el que ya no existe curiosidad. Pienso en Aristóteles. Él decía que en el asombro está el origen de la filosofía. En mi ensayo he tratado de contar qué historia tienen detrás los libros, qué riesgos y qué peligros han afrontado con el ánimo de despertar en los demás esa curiosidad. Pero lo cierto es que después de estos momentos de descubrimientos, en la adolescencia, la curiosidad se anestesia.
–¿Es la sociedad, quizás?
–Es verdad que estamos cansados y que la curiosidad necesita energía. Se trabaja mucho y es fácil abandonarse a una actitud pasiva y no enfrentarse a un libro, una película o a una serie maravillosa que te sacuda por dentro. Pero mecanismos para adormecer a la gente han existido en todas las épocas. Tenemos mucha suerte en la nuestra, porque si tenemos esa curiosidad por algo, por lo que sea, por aprender sobre cualquier tema, puedes acceder a él. Hasta hace poco tiempo, la gente no podía acceder al conocimiento. Vivimos con tendencias que nos adormecen. Tenemos las pantallas y también recibimos mensajes, publicidad y notificaciones que apenas dejan concentrarnos y profundizar. Pero incluso con esos peligros de las redes, es maravilloso vivir en un momento en que cualquier cosa que quieras saber, lo puedes aprender. En la Edad Media, no podían. Deberíamos sentir este hecho como un privilegio.
–¿Es necesario un plan de fomento de la lectura?
–Es importante en todo momento. La lectura procura beneficios y contrarresta las tendencias a las que conducen las pantallas a los que son jóvenes y no tan jóvenes. Con ellas, tendemos a saltar de una cosa a otra, a no fijar la atención y no leer textos largos. Los libros equilibran eso, nos llevan al silencio y nos invitan a la reflexión. Es un buen complemento ahora que existen las patologías de la atención. Hay que aceptar que el placer a la lectura no llegará siempre a todos. Pero tenemos que procurar que la afición a la lectura pase de generación en generación porque en ella existen muchos beneficios encapsulados. Es muy necesario. Hay que ayudar a los jóvenes a que alcancen ese placer, aunque sin imponer el libro y la lectura.
–¿Para eso es importante...?
–Hay que reivindicar el cuento antes de dormir. Es muy fundamental. Me hice lectora de esta manera. Tengo confianza en este sistema. El niño enseguida vincula los libros con el juego. Asocias la diversión a los libros y estás condicionando el reflejo de esos instantes con uno de relajación. En las bibliotecas existen programas para incitar a la lectura y tienen muchas iniciativas. Existen cuentacuentos fuera de colegios. Es esencial que sea así y que se relacione la lectura con el disfrute. Es crucial que vean leer a los adultos, que existan libros en casa para incorporarlos a su paisaje y que se lean libros infantiles. Nunca hay que tirar la toalla.
–¿Cuáles son las virtudes del libro en una época de grandes extremismos?
–Uno de los peligros actuales son las radicalizaciones que se extienden por las redes sociales, que retroalimentan nuestras ideas, que suponen una constante autoafirmación, que alimentan nuestras creencias y que no nos sacan de nuestro terreno ideológico. En las redes lo que existe es munición para respaldar nuestras ideas. Pero cuando entras en un libro estás cerca de la mentalidad de otras personas. Ves la realidad y los problemas desde ese punto de vista. Esto tiene una virtud. Incluso cuando no te convenza o te irrite o te moleste esa mirada, lo cierto es que te obliga a salir de tu fortaleza amurallada. Las humanidades son esenciales en la democracia. Tenemos que tomar decisiones que van a afectar a otras personas, en términos colectivos, y no solo por lo que nos conviene a nosotros. El libro te ayuda a adoptar otra óptica y descubrir lo complejos que son todos los asuntos. No puede haber ciudadanía sin democracia y sin educación...
–¿Y?
–Me resisto a idealizar o sacralizar la lectura. Decir que todo aquel que lee es mejor persona, porque la evidencia es que no. En mi libro pongo ejemplo de dictadores y tiranos que tuvieron grandes bibliotecas. Mao tuvo una librería y luego orquestó la Revolución Cultural; Stalin era poeta y ya sabemos lo que hizo. Todo esto tiene que ver con el carácter de las personas. Pero los libros continúan siendo una buena manera de acercarte a la imagen del mundo que tienen otros y eso es vital en las relaciones.
–¿Por qué no hay que olvidar los clásicos en la época de la ciencia?
–La ciencia está constantemente recurriendo a los clásicos. Su lengua está en nuestro imaginario, en los satélites y los planetas que bautizamos, en el Apolo del viaje a la luna, en el vocabulario médico, la astronomía, en la terminología y hasta en la manera de entender el mundo. A los virus informáticos los hemos llamado «troyanos». Estamos llevando los clásicos a las tecnologías. La psiquiatría está reinterpretando los síndromes de la antigüedad, como, por ejemplo, el síndrome de Ulises para los inmigrantes. Los clásicos somo como petróleo literario; un combustible fósil que viene de siglos atrás y que nos nutre con imágenes y nos da impulso, ideas. Los textos clásicos nos interpelan. Las tecnologías nos conducen a dilemas éticos y ahí volvemos a Sócrates, a la importancia de resolverlos en unos términos filosóficos. Me gusta la etimología de la palabra «inteligencia», saber leer entre líneas. Las ciencias y las tecnologías nos proporcionan grandes avances; la posibilidad de leer entre líneas, las humanidades.
–¿Te gusta cómo la política entra en la lengua?
–El lenguaje es política. Se nota en cualquier cosa. Con los zurdos, por ejemplo. Ser zurdo está identificado, incluso ahora, con lo siniestro, con lo malo; en cambio los diestros, con la destreza, con lo bueno. El lenguaje ahí está dividiendo el mundo entre buenos y malos. El lenguaje está constantemente estableciendo formas de entender y de juzgar. Las palabras no son neutras. No lo son nunca. Mencionamos, etiquetamos y, también, juzgamos. Es una dimensión dentro del lenguaje y es conveniente que seamos muy conscientes de esto. Las palabras también conllevan peligros y clasificaciones; establecen principios de valor, de juicio. Trabajamos para que el lenguaje esté vivo, que nos acompañe y, también, para que no nos condicione. Muchas veces al elegir una palabra, nos revelamos. Una palabra nos delata, nos traiciona.