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Los esclavos permanecerán para siempre: iconoclastia y demencia cultural

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La Razón

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Las imágenes de los estudiantes destrozando estatuas en muchas ciudades inglesas y americanas despiertan recuerdos inquietantes. Hace pocos años, todo Occidente miraba horrorizado cómo el fanatismo religioso cancelaba en un instante la historia milenaria de Palmira. Se trataba de “ídolos”, para los islamistas, mientras que ahora, se dice, son estatuas de esclavistas y colonialistas. Nunca han faltado razones para derribar estatuas. Lo curioso es que mientras la iconoclasia surgía en momentos en los que la sociedad estaba harta de la proliferación y del abuso de las imágenes, como por hechizo, lograba provocar el resultado opuesto: el incremento exponencial de aquel “poder de la imagen” que –al fin y al cabo– los iconoclastas mismos se habían inventado.
Como es sabido, el término “iconoclasia” remite a Bizancio; realmente, se trata de un neologismo del siglo XX para designar una de las guerras civiles más largas de la historia. Todo empezó, según la tradición, cuando el Emperador Bizantino León III, ordenó la deposición del icono de Cristo que ornaba Chalke, la puerta del palacio imperial de Constantinopla, en el año 726 d.C. Así empezaba un enfrentamiento que habría durado casi 150 años. El primer periodo de la iconoclasia está marcado por el importantísimo concilio de Hieria (754), bajo la guía intelectual del hijo de León, el Emperador Constantino V; allí, por primera vez en la historia, se ha definido una teoría contra las imágenes.
El otro bando, encabezado intelectualmente por el teólogo y filósofo Juan Damasceno, responderá con otra primicia mundial: una teoría de la imagen que, poco más adelante, en el 787, será sellada por el Séptimo Concilio Ecuménico (mejor conocido como “Segundo de Nicea”), convocado por la Emperatriz Irene, poniendo fin, momentáneamente, a la controversia. La paz duró pocos años. El segundo periodo de la iconoclasia empezó en el 814 bajo el reinado de León V el Armenio y acabó en el 843 con la llamada “restauración de los iconos” por obra de la Emperatriz Teodora, aunque la figura más destacada en este periodo ha sido Teodoro Estudita (759-826). Gracias a sus confutaciones pormenorizadas podemos todavía hacernos una idea de los argumentos iconoclastas. La “victoria de los iconos” hoy se celebra anualmente por la Iglesia Ortodoxa como “el triunfo de la ortodoxia” por antonomasia.
Durante este largo periodo, la posición de Roma ha sido ambigua y en su ambigüedad podríamos hallar las semillas que, siglos más tarde, habrían florecido en el jardín reformado de Calvino. Aunque en un primer momento el Papado intentó mediar, nunca tomó una clara posición en defensa de los iconófilos, ya que la política iconoclasta prometía, por ejemplo, la cesión de los territorios bizantinos de Italia a Roma. La situación empeoró cuando en el 790 Carlomagno ordenó la redacción de los llamados “Libri Carolini”, en respuesta a la idolatría bizantina.
El Concilio de Nicea II había, de hecho, proclamado la “proskynesis” de los iconos, es decir, su “veneración”. Pero un error de traducción, hizo que los latinos pensaran que “proskynesis” fuera, no la “veneración”, sino la “adoración” de los iconos. Así tomaron una posición injusta contra Bizancio, condenando las tesis de Nicea II como heréticas y reconociendo a las imágenes un estatuto pobre e instrumental, en cuanto “Biblia pauperum”, (”Biblia de los analfabetos”). La astucia de la razón ha esperado casi mil años para enseñar a Roma su grande, enorme e imperdonable error. Ahora la nueva oleada iconoclasta no acontecía en las lejanas orillas de Helesponto, sino en el corazón del Sacro Imperio Romano Germánico y tenía otro nombre: era el tiempo de la Reforma protestante.
Entonces el renovado ardor iconoclasta consumió rápidamente Europa, difundiéndose como un incendio devastador, especialmente en los territorios calvinistas donde, entre los libros favoritos para justificar la iconoclasia, encontraremos –¡qué sorpresa!– los libros carolingios. Es inútil reparar aquí sobre el altísimo coste que supuso la iconoclasia protestante, tanto en términos materiales de destrucción de obras de arte, especialmente en los Países Bajos, como en términos geopolíticos y doctrinales. Se trató de un verdadero shock y la Iglesia Romana necesitó casi veinte años –cuanto duró el concilio de Trento (1545-1563)– para definir su estrategia.

Amor a las imágenes

Al igual que el arte clásico bizantino florece en los siglos inmediatamente posteriores a la iconoclasia, así el resultado colateral de la iconoclasia protestante fue el programa más imponente de contra-ofensiva visual jamás realizado: el arte barroco. El fanatismo calvinista provocó un rechazo total de gran parte de su legado, incluso entre los luteranos. Hasta el romanticismo tardío serán muchos los artistas protestantes convertidos al catolicismo, sólo por “amor a las imágenes”. Más que nunca quedó claro que la guerra contra las imágenes es una guerra total contra la imaginación, la capacidad creadora del ser humano y los imaginarios políticos que definen nuestro sentido de sociedad civil. El filósofo británico E. Bevan, recordará cómo el puritanismo anglicano, prohibía no sólo las imágenes sino también la lectura de Homero en cuanto “fiction”. Se comprende así porque R. Debray dijo que, sin Bizancio y Trento, Hollywood nunca habría existido.
Dos cientos años después de Trento, una nueva iconoclasia llego a sacudir el mundo, pero esta vez la lección se había aprendido: la Revolución Francesa no se conformó con la destrucción de los monumentos del “ancien régime”, sino que, por primera vez, se puso en acto una estrategia más efectiva: la apropiación simbólica del enemigo. La mera destrucción, se llamará ahora “vandalismo”. El Abbé Grégoire, revindica en sus memorias la invención del término: “acuñé la palabra para matar la cosa”.
Entrando en el siglo XX, todo se confunde. Entonces fue el arte mismo el que revindicó su calidad iconoclasta; el nazismo estrenó su política visual contra este “arte degenerado”, mientras que la iconoclasia soviética se apropió de las procesiones de los iconos, ahora convertidos retratos de los caudillos del partido comunista. En la República China, un pintor tiene el cargo vitalicio de cuidar del enorme retrato de Mao en la plaza Tiananmén. Aquel mismo retrato que Andy Warhol reproducirá hasta la saciedad, convirtiéndolo en icono pop.

¿Odio o memoria?

Esta confusión cultural empeoró todavía más con la caída del muro de Berlín. Muchas de las exrepúblicas de la URSS poseían un enorme patrimonio artístico y no sabían qué hacer con él. ¿Odio o memoria? ¿Bloques de piedra o signos memorables? Nuestro pasado, todo lo que somos gracias o a pesar de ello, fluye río abajo, como la estatua de Lenin en la película de Angelopoulos “La mirada de Ulises” que, hecha pedazos, se aleja para siempre sobre un barco; cuando alguien pregunta “¿pasajeros a bordo?”, la única respuesta es, irónicamente, la de Polifemo: “nadie”; ceguera y olvido. He aquí el corazón tenebroso de la iconoclasia: la demencia cultural auto-infligida e irreversible.
Los jóvenes anticolonialistas hoy se preocupan de una justa causa: mantener viva la memoria de lo que supuso el colonialismo. Esclavitud, trata de seres humanos, violencia y denigración de la especie humana. Las estatuas de los esclavistas caerán, no cabe duda; pero ¿somos realmente capaces de activar una nueva “contra-reforma”? ¿Ninguno de ellos ha pensado en las matrículas de sus prestigiosas universidades que rondan los quince mil dólares o libras al año? Que nadie se canse en derribar estatuas: en breve nadie podrá estudiar la historia de lo que el colonialismo fue realmente. Los esclavistas habrán desaparecido y los esclavos permanecerán para siempre.