El Cervantes a Margarit, la guinda a la política de cuotas
Que Joan Margarit haya obtenido el Premio Cervantes 2019 constituye una gran noticia por dos razones básicas: porque, tras Ida Vitale, la poesía vuelve a ser reconocida por el gran galardón de las letras hispanas; y porque se trata de uno de los grandes e indiscutibles poetas españoles. Su prolija producción ha consolidado un tipo de expresión inconfundible basada en una emocionante «claridad densa»: versos tan aparentemente cercanos como lúcidamente abisales.
Ocurre, sin embargo, que la concesión del Cervantes a Margarit se inserta en un relato urdido durante estas últimas semanas que afecta a varios premios nacionales –narrativa, ensayo, poesía– y que emite señales algo más confusas, por no decir que oscuras. Todos los autores distinguidos pertenecen o viven en aquellos territorios denominados como «nacionalidades históricas». Por separado, ninguno de estos premios es objetable: los diferentes nombres agraciados son dignos merecedores de ellos y nada hay que añadir. Pero cuando todos estos galardones coinciden en un espacio tan breve de tiempo, y en un momento en el que la política española está pactando su futuro, la sombra de la sospecha se cierne –repitámoslo– sobre el relato, no sobre cada una de las decisiones en particular.
Es evidente que la cultura es el mayor pegamento entre los pueblos que existe. Utilizarla para coser heridas e identificar puntos de encuentro resulta la decisión más sabia que se puede tomar. La cultura es una «soft diplomacy» que llega allí donde otras vías de negociación jamás alcanzarían. El problema, empero, es que esta utilidad de la política sea profanada por determinados intereses políticos que se encuentran más allá del propio reconocimiento de la diversidad. No es lo mismo emplear la cultura como estrategia de reconciliación que manipularla para alcanzar determinados intereses políticos.
Volcar la mayor parte de los premios nacionales hacia la misma vertiente en un corto espacio de tiempo genera una narrativa tan descarada que, en última instancia, deja de ser útil y, además, descarga una considerable dosis de injusticia sobre sus agraciados. El motivo es evidente: lo que tendría que ser un abrazo de la diversidad de la cultura española adquiere la forma de una concesión; y los justamente premiados parecen el producto de una precipitada política de cuotas. Si la cultura es el medio, éste desde luego no es el camino. La diversidad se vive, no se la manipula. Porque, de lo contrario, perderá toda su capacidad de representar la realidad y se convertirá, entonces, en un burdo artificio.