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Ciencia

El color más raro de la naturaleza

De entre todos los colores que ves hay uno que esconde más misterios que ningún otro y ese es el azul.

Rostro de un mandril (Mandrillus sphinx) oculto entre sombras duras. anónimoCreative Commons

Es posible que durante estos meses de confinamiento hayamos olvidado la naturalidad con la que el mundo exterior exhibe sus miles de colores. Incluso en la ciudad, los grises de las fachadas se visten de verde, marrón y naranjas a medida que los árboles de la vereda acompañan a las estaciones. Y en lo alto, cubriéndolo todo, está el abovedado cielo azul. Es una mezcla tan orgánica, tan natural que asumimos que siempre ha sido así: ahora, en el tiempo de nuestros abuelos, tatarabuelos e incluso cuando todavía vivíamos en cuevas. Pero ¿es eso cierto? Se trata de una duda sembrada por el color más raro de la naturaleza: el azul.

Volvamos a una época más clásica. Si hojeamos la Ilíada y la Odisea de Homero y creemos conveniente ir anotando cada color que nombra en ellas, encontraremos que la lista es bien corta. Entre el exuberante vocabulario del maestro habrá tan solo cuatro o cinco colores, según los entendamos: el blanco de la leche, el rojo purpúreo de la sangre, el negro del mar y el amarillo-verdoso de la miel y los campos. Es algo extraño, sin duda, y aunque podría tratarse de una casualidad, resulta que no existen referencias directas al color azul ni en el griego clásico ni en sus principales civilizaciones contemporáneas. ¿Acaso éramos ciegos al azul y no lo sabíamos?

Una cuestión de escasez

Durante algún tiempo se fantaseó con esta idea y cobró relativa fuerza entre los aficionados a las curiosidades. Pensar que la visión del color azul había surgido en algún momento entre Homero y nosotros era fascinante, sin duda, pero difícil de creer. La humanidad ya estaba asentada a lo largo y ancho de casi todos los continentes ¿qué posibilidad había de que una mutación en un único individuo se extendiera a la práctica totalidad de nuestra especie en menos de tres mil años? Aquel sujeto mutante tendría que haber sido el antepasado de casi todos nosotros, desde Japón hasta los Andes y eso era harto improbable, por no decir que contradecía a todo lo que sabemos sobre nuestro último antepasado común.

Si investigamos más a fondo veremos que, en realidad, los griegos se referían a muchos otros colores de forma extraña. Su manera de clasificarlos era en parte por su luminosidad o por lo que estos transmitían. Por ejemplo, según relata Andrea Marcolongo en su libro “La lengua de los dioses” tanto algunos rojos como ciertos azules eran llamados “πορφύρεος” por parecer agitados e hirvientes, aunque dicha palabra ha llegado a nuestra lengua como “púrpura”. Así pues, podríamos decir que lo que para nosotros es azul para los griegos eran una multitud de colores diferentes, algunos más cercanos al rojo, otros más próximos al verde y así con cada tono que podamos imaginar.

Sin embargo, todavía queda algo extraño, porque incluso si esta explicación es la correcta, no responde a la otra gran evidencia que ha llevado a sostener que los griegos clásicos eran ciegos al azul: porque resulta que sus pinturas, edificios y esculturas apenas contaban con tonos azules. Pero esta vez la explicación es incluso más sencilla. Aunque ahora en nuestras urbes estemos rodeados de azul, si nos damos un paseo por el campo veremos que no se trata de un color tan frecuente.

Bosque en otoño (Gladtidings, Oregón).Ian SaneBosque en otoño (Gladtidings, Oregón).

A excepción del cielo y el mar, el azul es casi residual en la naturaleza. Podemos encontrarlo en bayas, flores, plumas de aves, escamas, la superficie de algún que otro insecto y poco más. Esta relativa escasez comparada con toros colo res hacía difícil obtener pigmentos azules, haciéndolos extremadamente caros e impidiendo que se extendiera su uso. Es más, sabemos que existen multitud de lenguas que poseen menos nombres que nosotros para referirse a los colores y que el azul es el que falta con más frecuencia, presuntamente por su escasez. De hecho, los más constantes son también los más frecuentes: el blanco y el negro, o, mejor dicho, lo claro y lo oscuro. Estos son seguidos de cerca por el rojo, tan relevante en la naturaleza, donde puede significar: sangre, alimento maduro, o peligro.

Y si crees que entiendes lo difícil que es encontrar pigmentos azules en la naturaleza, créeme, no te haces una idea. Muchos colores de los que vestimos han sido robados de otros seres capaces de sintetizarlos, como el carmín se extraía de un insecto llamado cochinilla (no confundir con el “bicho bola” que es un isópodo) y el púrpura de las túnicas más nobles provenía de unas caracolas marinas altamente cotizadas. Podrías pensar que si consigues suficientes plumas e insectos de azules vibrantes podrás extraer sus pigmentos y, aunque sea caro, crear una suerte de pintura azul. Pero aquí viene el giro inesperado, no importa cuántos reúnas o lo que hagas con ellos porque no conseguirás ni un solo miligramo de pigmento azul. ¿El motivo? Que ni las aves, ni el cielo, ni los insectos, ni siquiera el eléctrico color que pinta la cara de un mandril contienen el más mínimo rastro de pigmentos azules.

Los pigmentos

Por lo general los colores tienen un origen relativamente fácil de entender. Aunque nos llevó muchos siglos, finalmente comprendimos que la luz visible que emite el Sol, tu lámpara o la pantalla de tu teléfono puede que sea blanca pero no es toda igual. Los fotones, las partículas que la componen, tienen más o menos energía y eso se expresa como diferentes longitudes de onda, algo que podemos visualizar como la distancia entre la cresta de dos olas del mar que se persiguen. Si las partes altas de dos olas están cerca diremos que tienen una menor longitud de onda, serán más energéticas. Si por el contrario la distancia es mayor, también tendrán mayor longitud de onda y menos energía. Esto es una simplificación, pero es importante entenderlo, porque dependiendo de esa energía nuestro ojo detectará los fotones de una manera o de otra, diferencias que el cerebro interpreta como colores distintos.

Imagina un arco iris. El color rojo, en uno de sus extremos, será el que tenga una longitud de onda mayor y a medida que nos desplacemos hacia el añil veremos que la longitud de onda va disminuyendo, haciéndose más energética. Cuando nuestro ojo es bombardeado con fotones de muchas longitudes de ondas diferentes, nuestro cerebro interpreta eso como luz blanca. Sin embargo, solo hace falta hacer pasar esa luz a través de un prisma para ver cómo se divide en el arcoíris que hemos descrito.

Dibujo de cómo se refractan las diferentes longitudes de onda que componen la luz blanca a medida que atraviesan un prisma.Lucas VieiraCreative Commons

Pues bien, la clave del color está en que algunos objetos tienen “preferencia” por absorber unas u otras longitudes de onda. Los objetos negros las absorben todas, motivo por el que se calientan más rápido bajo el Sol y, al apenas rebotar fotones en ellos, los vemos como el opuesto del blanco. Cuando un objeto absorbe todos los fotones menos los que tienen longitud de onda entre 660 y 700 nanómetros, veremos el color rojo. Eso es lo que hacen los pigmentos: absorben todas las longitudes menos aquella que corresponde al color con el que nosotros los nombramos.

El problema de esto es que no es nada fácil sintetizar nuevos pigmentos a partir de la nada. A fin de cuenta significa producir moléculas con propiedades ópticas tremendamente concretas, algo que por puro azar sería una anomalía. No obstante, ha ocurrido, y las ventajas que proporcionaban han permitido que los individuos capaces de producir algunos de estos pigmentos sobrevivieran mejor, perpetuándose. Por eso cuando contemplamos los muchos colores que adoptan las hojas en otoño estamos viendo el verde que rebota de la clorofila, el amarillo de la luteína, el naranja del beta-caroteno y el rojo de las antocianinas.

Es más, el color de muchos otros no es propio, sino que depende de lo que coman o de lo que hagan, como el rosa de los flamencos, que obtienen por su dieta o el leonado de los quebrantahuesos, que consiguen haciendo la croqueta en el barro. Modificarlos un poco no es problema, y a ello debemos la gama de naranjas y rojos, así como su combinación. Pero el azul es otro cantar, algo que muy muy pocos seres vivos han conseguido, la pterobilina sintetizada por las mariposas Nessaea, el único animal conocido con un verdadero pigmento azul que, además, no puede transmitirse por ingestión. Así que ¿cómo surge el azul de los pavos reales o de la icónica mariposa morpho.

Doblando la luz

Por suerte hay otras formas de producir colores más allá de los pigmentos. ¿Alguna vez has visto la iridiscencia de una pompa de jabón o el arco iris que se extiende sobre un charco de gasolina? En ellas no hay franjas de pigmentos perfectamente ordenador, sería extraño que los hubiera y no se mezclaran con el fluir natural de la superficie de la pompa o del charco. Lo que está ocurriendo es un fenómeno muy diferente que no depende tanto de la química, de los pigmentos, como de la física, de la naturaleza de la propia luz.

Mariposa morpho (Morpho) sobre una rama.AnónimoCreative Commons

Algunas estructuras, ya no microscópicas, sino nanoscópicas (mil veces más pequeñas que un milímetro) tienen la forma para conseguir que la luz haga verdaderas acrobacias. Si nos acercáramos muchísimo a las alas de una mariposa morpho, esos enormes insectos sudamericanos de un azul especialmente brillante, veremos que están compuestas por diminutas escamas. Hasta aquí todo es normal, esas escamas son el polvillo que sueltan cuando chocan con algún objeto o un desaprensivo las coge sin cuidado. Si nos cercamos todavía más, cada una de esas escamas tiene una superficie endiabladamente enrevesada, como pequeños árboles de navidad que se repiten una y otra vez de forma periódica.

Cuando la luz blanca choca con estas diminutas estructuras parte es absorbida, pero la mayoría rebota transformada. Aunque el concepto es mucho más difícil, podríamos decir que, si volvemos a imaginar esa luz roja como las olas del mar y antes viajaba al unísono, ahora el oleaje estará mal sincronizado, la cresta de una ola coincidirá con la zona baja de otra, destruyéndose y quedándose un mar en calma. Eso les pasa a todas las longitudes de onda, “destruyéndose” a sí mismas. Bueno, a todas no, precisamente, las azules tienen las propiedades adecuadas para seguir bien sincronizadas tras rebotar en las escamas y llegar íntegras a nuestro ojo. De hecho, si mojamos con alcohol las alas de estas mariposas veremos que pierden su color, porque al cambiar el aire por un líquido, la luz ya no se curva del mismo modo.

Quien dice mariposas dice arrendajos, guacamayos o el trasero de un mono vervet. Se trata en el fondo de un proceso similar al que ocurría en ese prisma que hemos comentado, capaz de doblar en ángulos diferentes los distintos colores de la luz, creando un arcoíris cuando la luz blanca lo atravesaba. Un proceso llamado refracción y que también explica el color del cielo, del mar o de los ojos azules. En estos tres casos, cuando la luz blanca los atraviesa, choca con partículas del tamaño exacto para que las ondas con mayores longitud choquen con ellas rebotando en todas las direcciones y desviándose (dispersándose). Solo la luz azul es capaz de viajar en línea recta atravesando el aire y el iris durante el tiempo suficiente para llegar a nuestros ojos.

Ahora, asómate por la ventana. Contempla los coches, los rótulos de los negocios y la ropa de los viandantes. Hay azul, mucho más del que había hace miles de años, cuando los presocráticos filosofaban en la orilla del mediterráneo. En cierto modo, la ubicuidad del azul es un producto humano, una consecuencia de nuestro desarrollo como civilización y otro motivo para llamar a la Tierra un planeta azul.

Ilustración por ordenador de La TierraanónimoCreative Commons

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Por supuesto que existen minerales azules como el lapislázuli y algunos tipos de antocianinas que se ven azuladas, como las que están presentes en los arándanos. Sin embargo, aunque son más frecuentes que en los animales, siguen siendo casos relativamente poco corrientes.
  • El azul con el que pintaban los egipcios, aunque más frecuente, seguía siendo relativamente escaso y lo obtenían a partir del cobre. No obstante, colores azules como los que vemos en la capilla Sixtina derivan mayormente de otros minerales como los silicatos del cobalto y derivados del aluminio, siendo un ejemplo el azul de cobalto.

REFERENCIAS (MLA):