Turismo
Bizcocho, mosquitos y extravagancia en Nom Pen
La capital camboyana se presenta como una de las ciudades más complejas y bulliciosas de la región, nunca escasa en experiencias y aventuras
Atención. Debes saber que algunas ciudades son más complejas que países enteros y que no basta con ser turista para conocerlas en profundidad. Sus calles pueden ser rectas pero se confunden con laberintos, aunque sus edificios tienen una altura fija se zambullen y asoman por las nubes. Incluso los ríos que cruzan esta clase de ciudades se ensanchan o estrechan a lo largo de su recorrido, como si les asqueara o les excitase tocar algunos tramos de asfalto. Nom Pen es una ciudad así. Tiene más caras que los Hecatónquiros y eso la vuelve muy difícil de conocer.
Un bizcocho de cultura
El bizcocho es la parte más esponjosa de una tarta y por tanto la que más ocupa. No llama la atención del pastelero desentrenado porque lo tapa la nata, y sin embargo se trata del ingrediente principal del plato. La cultura en Nom Pen se hincha como el soufflé de chocolate. Puede encontrarse prácticamente en cada esquina si sabemos apreciarla, porque prácticamente en todas podemos encontrar minúsculos templos colocados sobre un poste a media altura, así, en plena acera, como una farola chiquitaja, templos que parecen de juguete y que apenas tienen espacio para ofrecer tres palitos de incienso y una pieza de fruta. La cultura brota aquí literalmente de la calle, es increíble.
Luego hay ejemplos de cultura más impresionantes y pudientes. Los templos del Palacio Real de Camboya o la pagoda de Preahyouvong son preciosos, pero hay más. Es que esta ciudad habitada por dos millones y medio de personas es la capital de un país que ya tiene una amplia experiencia en el sector del turismo: es Camboya, el Reino Majestuoso, la tierra del héroe Kambu Swayambhuva, los restos fragmentados del desaparecido Imperio Jemer. La cultura casi se cae a pedazos con las paredes húmedas de las casas. Y para rematar la faena te digo que hay cultura de todos los tipos, esto ya es redondo, porque además de los templos y los monjes budistas tatuados y meditabundos, existe una cultura más callejera que esa, más accesible para cualquier visitante en su camino a los templos de Angkor. Se escucha a los vendedores ladrando sus productos en el Mercado Central de Nom Pen, relampaguean los fuegos artificiales durante el Año Nuevo Jemer y susurran las oraciones, se adora a misteriosos iconos budistas o cristianos o musulmanes o hindúes; se mastican tipos de comida colorida y variada en función de las etnias (amok, lok lak, chaa kdam, lap khmer, comida deliciosa, incluso hay locales que venden pizza con marihuana para diversión de los turistas); sobreviven oficios extintos en Europa…
El río Mekong
Entre las calles de la ciudad que chupetea el río Mekong, la vida parece multiplicarse en todos los niveles. La densidad de población aumenta, las calles de plastilina se derriten con el calor y se estiran unos centímetros más, los hoteles parecen recién pintados, los restaurantes están mejor iluminados, el estrépito de los cláxones y de los pasos de miles de personas choca con el agua y rebota, formando un zumbido extraño que se aferra a nuestras piernas. Nom Pen se estruja a las orillas del Mekong, aun a riesgo de asfixiarse.
En otros tramos del gigantesco río podríamos encontrar posibles recodos de espiritualidad enajenada en templitos, amplias zonas de basta naturaleza, cocodrilos, el pez ese minúsculo que nada y nada y nada hasta metérsete en el pito. Pero donde ofrece a Nom Pen de beber el agua se vuelve turbia y confunde las sensaciones, baraja todos los sueños y los errores de la ciudad para escupirlos de vuelta al asfalto. Por si te sirven de algo aquí tienes algunas notas que escribí durante un paseo por sus orillas.
Una ciudad de mosquitos
Un padre está pescando con su hijo. Parecen un poco sucios y el niño va descalzo pero sujetan la caña juntos con una ilusión, susurrándose secretos, se ponen que trinan cada vez que su torpe caña choca con un pedazo de plástico. Cada trozo de plástico parece ser el que cobrará vida y les dará de comer esa noche.
Veinte señoras locales con pinta de jubiladas practican una clase de yoga al aire libre, llevan pulseras fluorescentes en las muñecas como haciendo algún baile coordinado. Su música resuena muy fuerte cuando estás cerca pero, apenas te alejas unos pasos, ya ni se escucha. El río ruge al unísono con la ciudad. Caminan cientos de transeúntes con pasos elásticos a las seis de la tarde, poco antes de anochecer.
Dos barcos amarrados al distrito de Khan Doun Penh y decorados con lucecitas hacen hoy de restaurante. Les han colocado pasarelas para unirlos a tierra que pasean turistas y locales distinguidos.
Aprovechando la afluencia de turistas se produce con la caída del sol un fenómeno único en este río, que se sepa, un brote de instinto exclusivo en los humanos de Nom Pen. Es algo así como los lémures que salen de noche o los cocodrilos cuando se tuestan al sol. Con la caída del sol asoman las primeras prostitutas. Al principio lo hacen muy discretas, se acercan y susurran, quizá te enseñan un pecho, pero luego se toman confianzas y dan un paso más. Se encienden las farolas. Ahora empiezan a aparecer algunas prostitutas borrachas y la calle se revuelve intranquila. El río se tinta de negro con las luces de la noche y parece que se mantiene vivo, bebiendo nada más que la luz de las farolas.
El padre pescador pasa junto a mí con su niño, el chavalín lleva un pescado en la mano. Tiene buen tamaño para los dos. Para tres anda justo.
Las prostitutas de aquí son como mosquitos. A la hora de cenar ya casi tienes que sacudírtelas a guantazos. Les atraen los tobillos del hombre blanco igual que ocurre con los insectos y en un abrir y cerrar de ojos, cuando la noche se vuelve inamovible, hasta la mañana siguiente, vienen para aprovecharse de la humedad del río y chupan y chupan la sangre del hombre blanco hasta escupir. Es repugnante. El hombre blanco sin embargo disfruta del picazón y llega incluso a pagar por experimentar esta extravagancia, eso sí, con protección, el blanco quiere la medida justa del mosquito. Las terrazas de los bares a orillas del río son su escenario entre los juncos.
No son prostitutas, no, no son, allí me equivoqué: son mosquitos. Un instinto mucho mayor que el nuestro las controla y las pincha y las apalea para que chupen sangre, ellas no pueden evitar zumbar por los alrededores del Mekong. No pueden evitarlo porque son mosquitos. Y ya se hizo de noche y los aromas del agua se han vuelto físicos.
¿En el hipotético caso? ¿Quién tiene la culpa? ¿Los mosquitos o los blancos? ¿El mosquito que está sometido a una serie de catastróficas e incontrolables desdichas o el hombre blanco? Aquí dice un desconocido que el blanco no tiene culpa de que su piel blancuzca atraiga como la luz a los bichos pero los bichos tampoco tienen la culpa de sobrevivir. ¿Alguien da más? Allí comentan que los mosquitos podrían chuparles la sangre a las vacas. Acullá. Pero los blancos pagan para que les piquen los mosquitos. Les pagan en sangre y muchas otras maravillas más. Y por fuerza eso es un agravante como mínimo.
Y así sigue Nom Pen pero yo no puedo contártelo todo. Aquí puedes encontrar templos de bolsillo, restaurantes en barcos, señoras haciendo yoga, padres e hijos, mosquitos, agua, ruido, hombres blancos… Solo son pellizcos que puedes encontrar cuando vayas. Y la verdad es que desde que te subes en el tuk tuk del aeropuerto ya estás con los ojos como platos y te cuesta respirar.
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