Viajes

São Miguel: una isla que comparten Dios y el Diablo

Volcanes que escupen rocas negras, largas hileras de hortensias coloreando la carretera, calderas de azufre, iglesias blancas... en la capital de las Azores se encuentra un equilibrio que solo podríamos encontrar en el centro del Atlántico

Iglesia en São Miguel.
Iglesia en São Miguel.Yolandapixabay

Haría falta un milagro, o ser un incrédulo, para disponerse a rozar el fin del mundo con las puntas de los dedos y sobrevivir. Haría falta una ambición desmesurada, o una confianza ciega en Dios, para subir a los barcos aquellos del siglo XV que eran un puñado de tablones con un trapo por vela, navegar directo a los cuentos de terror y no mostrar ningún miedo. Haría falta un equilibrio vertiginoso entre la piedad y el pecado para encontrarse con las Azores, tal y como hicieron los navegantes portugueses en 1420.

Me explico. Desde tiempos anteriores a la Edad Media, diversos marineros extraviados habían llegado a tocar este archipiélago atrapado en pleno océano Atlántico, y de regreso a sus hogares comenzaron a circular todo tipo de leyendas sobre sus islas. Unos aseguraron que se trataban de la Atlántida, ciudad mítica nombrada por Platón en sus escritos; otros dijeron que allí se encontraba Antillia, una de las Islas Afortunadas donde según la mitología griega descansaban las almas virtuosas; el monje irlandés San Brandán el Navegante las señaló como el paraíso terrenal en el siglo VI; y hubo quien pensó que se trataban de la Isla Brasil, un inquietante islote fantasma que aparecía y desaparecía en las aguas del océano. En un mundo donde lo real y lo fantástico se confundía, esta mezcla entre lo religioso y lo pagano terminó por extender un denso capote de misterios sobre las Azores, hasta su colonización definitiva bajo las manos portuguesas.

Hoy veremos una sola de estas islas, São Miguel, que es además la capital de las Azores, porque no sería bueno cogernos un empacho de fantasía procurando atraparlas todas a la vez. Bastará este pedazo de tierra que no supera los 750 km2 y que poseen a partes iguales Dios y el Diablo.

Propiedad de Dios

Lo que se ha tildado de forma habitual como “el secreto mejor guardado de Europa” aporta, sin duda, algunos matices a paraíso terrenal, a Jardín del Edén, a milagro clásico, tal y como quiso señalarla San Brandán. Basta posar los pies en la terminal del aeropuerto de São Miguel para experimentar una sensación absolutamente innovadora. La mente comienza a habituarse a la idea de que no se encuentra en una isla convencional, como las Baleares que están refugiadas en el Mediterráneo o las Canarias que parecen a tiro de piedra del África continental. São Miguel se presenta rápidamente como un enorme buque flotando en el océano, aporta sensaciones de soledad y de sosiego, de recogimiento con uno mismo y de placentera desconexión con el mundo estridente que nos rodea en la rutina.

Si en esta imagen pueden verse más de 15 tonalidades de verde, imagine el lector cuántas habrá fuera de la fotografía.
Si en esta imagen pueden verse más de 15 tonalidades de verde, imagine el lector cuántas habrá fuera de la fotografía.Alfonso Masoliver

Luego colorean la isla todo tipo de verdes. Es solo que aquí no se encuentran los verdes apagados de la Península Ibérica, ni los chillones que ensalzan las selvas tropicales. No es posible describirlos con tanta precisión. Parecería que Dios quiso probar qué tal se veían las tonalidades del verde en el mundo que creó, y fue en São Miguel donde mezcló todos los tonos posibles, los más vistosos, los más oscuros, todos los verdes que pueden contarse en el mundo se encuentran reducidos en esta pequeña isla. Es un campo de pruebas de Dios, podría decirse. Centenares de plantas endémicas son la prueba viva de ese experimento, y a lo largo de los caminos se produce una floritura, que son centenares (puede que miles) de hortensias colocadas en las cunetas. Los meses de primavera y verano, hasta bien adentrado el otoño, florecen con otra bomba de colores, aquí verdes, allí azules, acullá rojas o violetas.

Aunque no es solo la naturaleza de la isla, tan amable que se ha utilizado desde hace siglos para plantar té, plátanos y piñas (esos alimentos tan frescos y buenos para el hombre) quien la señala como propiedad de Dios. Tampoco su aeropuerto que recibe el nombre de Juan Pablo II. Es que todos los pueblos se ven brutalmente pintados de color blanco, símbolo de pureza, virginidad e inocencia, y entre tanto blanco se elevan a puñados las iglesias de la isla. Son muchas: la iglesia de San José, San Sebastián, San Pedro, San Nicolás, de Nuestra Señora de la Estrella, de Santana, de Nuestra Señora del Rosario, de Nuestra Señora de Fátima, de Nuestra Señora de la Luz, de Nuestra Señora de la Alegría, de Santa Ana y San Jorge, de San Antonio. Y todavía quedan más. Sumando y calculando el desorbitado número de templos que dignifican São Miguel, podría decirse que la isla entera, al menos en las zonas que dan a la costa que son donde se encuentran los pueblos blancos, se trata de un espacio sagrado sin parangón. Si no de Dios, entregado por completo a Él.

Propiedad del Diablo

Pero existe una zona interior en la isla, alejada de su retahíla de iglesias blancas y situada más allá de los bordes del camino donde florecen las hortensias, escondida en la parte misma donde la maleza se oscurece hasta parecer de color negro. El viajero no experimentará aquí una sensación de sosiego por la lejanía de su ubicación, sino que la lejanía transmutará en una serie de sentimientos perturbadores. En estas ocasiones el reducido tamaño de São Miguel, añadido a su posición en el vacío del océano, pone en alerta al visitante, de una forma semejante a como lo estaríamos en una de las naves portuguesas de madera endeble. Comprendemos la fragilidad de nuestra figura humana en esta isla minúscula rodeada de peligros, nos sabemos pequeños, débiles, y como tal comenzamos a sentir un miedo abrumador que nos atenaza por dentro. Queremos ser más, crecer de alguna manera para perder este miedo.

Calderas en São Miguel.
Calderas en São Miguel.Alfonso Masoliver Sagardoy

La niebla que merodea por la isla durante los días grises gusta de apelmazarse en estas zonas de la isla, dejando relativamente despejada su costa, territorio de Dios, y las sensaciones recién explicadas se acentúan con esta niebla que parece pegarse en nuestra camisa, nos empaña los ojos, desdibuja los paisajes hasta hacerlos tambalear. Solo un verdadero viajero, de los que ha pisoteado previamente territorios con una espiritualidad siniestra como la de São Miguel durante las tardes nubladas, consigue desenvolverse en esta clase de escenarios. Para el resto supondrá una prueba que deberán superar poco a poco. Enfrentándose al miedo cuando, tanteando entre la niebla, penetre en sus narices un olor intenso a azufre. No tema el viajero porque esta aparente puerta del infierno son las Calderas de São Miguel, producto de su pasado volcánico en comunión con el mar y, si bien bastaría rozar su agua con los dedos para despellejarnos, dos veces al día se cocinan en su interior unos deliciosos potajes que merece la pena probar.

Al ser de origen volcánico, la isla junto al archipiélago entero están compuestos por piedras negras. Este color negro que podríamos asociar al terror y la muerte puede cambiarse, considerándose a su vez como todo lo que ve un recién nacido antes de descubrir la luz. El viajero se transforma sin esfuerzo en una criatura que busca la luz, y qué mejor lugar para encontrarla que el mismo epicentro de la negrura, en el punto más alto de la isla y donde se oculta la bruma con mayor soltura. Recibe el nombre de Lago del Fuego. Se trata de un gigantesco volcán, hoy dormido, en cuyo cráter se extiende un lago enorme con la facilidad de un mantel sobre la hierba. Los días sin niebla se obtiene desde aquí una vista privilegiada de la isla, de costa a costa, compitiendo con la segunda localización más hermosa y más elevada, que es el mirador de Siete Ciudades (nombre que se debe a una de las leyendas primitivas de las Azores, cuando fueron llamadas de esta forma por navegantes medievales).

Vista desde el mirador del Lago del Fuego.
Vista desde el mirador del Lago del Fuego.Manuel Alesanco

Equilibrio

El equilibrio en este vaivén de sensaciones y espiritualidad bruta puede encontrarse en los baños termales de la isla. El agua aquí no hierve como hacía en las calderas y parece haberse relajado de alguna manera. Un chapuzón en estos baños devuelve al visitante las sensaciones de paz, rodeado del regalo del millón de verdes. Pero ya hemos cambiado. En algún momento entre el Lago del Fuego y las Calderas nos comunicamos con la niebla, y, nuestra ropa, que antes estaba impoluta, se ha visto contaminada de forma irremediable con minúsculas partículas de azufre. No somos tan inocentes como lo éramos al bajar del avión, somos capaces de observar la isla con los detalles que quizá no estuvimos dispuestos a dilucidar en un principio.

El plato estrella en São Miguel son las lapas y en ellas también podríamos encontrar un equilibrio. Vivieron enganchadas a la roca negra pero fueron cocinadas con el amor y la alegría de los azoreños, solo para nuestro disfrute. Las devoramos agradecidos por haber sobrevivido a los juegos del Diablo y confiados porque Dios anda cerca. Si decidimos creer en este tipo de cosas. Así conseguiríamos un viaje que no sea uno dedicado en exclusiva a los impresionantes paisajes de la isla o su extenso recorrido cultural: habremos aterrizado sin esperarlo en el centro de un enfrentamiento, que inevitablemente traspasa las fronteras del mundo exterior para atraparnos por dentro. Al subir en el avión de regreso a casa habremos superado este conflicto, inventado o verídico (qué más dará), y seremos un poco mejores de lo que fuimos al perdernos.