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Los misteriosos pigmeos: su carne se considera mágica, han sido bufones de viejos reyes y nadie les supera cazando un elefante
A la hora de conocer las tribus pigmeas en el centro de África, descubrimos a una de las etnias más apasionantes del continente y, lamentablemente, la más sufrida sin excepciones
El 16 de noviembre de 1664, María Teresa de Austria y Borbón, esposa de Luis XIV el rey Sol, dio a luz tras horas de difícil parto a una niña negra. Para sorpresa de la pomposa corte francesa. Las explicaciones que procuraron darse ante este fenómeno de apariencia milagrosa fueron de los más diversas, incluso se llegó a decir que la criatura había nacido con la tez oscura debido a que la madre había consumido demasiadas aceitunas negras durante el embarazo, pero la realidad señalaba sin dudarlo a una pequeña figura que no podía más que observar con terror lo sucedido. Su nombre era Nabo. Un esclavo pigmeo traído como regalo al rey francés por una embajada de Issiny (actual Costa de Marfil y Ghana) y que el monarca había tenido a bien regalárselo a su esposa como divertimento personal.
Poco después, Nabo desapareció misteriosamente y se dijo que la niña había fallecido al mes y medio de su nacimiento. El mundo siguió girando y nadie quiso ofender a Luis XIV con preguntas irritantes. Pero aquí encontramos una de las etnias más excitantes que pueblan nuestro planeta, en el pequeño Nabo vestido con sedas, una etnia tan polifacética que, igual que sería capaz de entretener con su dominio de las artes a los monarcas más poderosos, podría cazar sin despeinarse un elefante para el almuerzo.
Origen de los pigmeos
Hasta hace menos de sesenta años, la comunidad científica andaba convencida de que los pigmeos (del griego pygmaios, “que cabe en un puño”)habitaban las zonas boscosas y tupidas del continente africano para escapar de tribus más fuertes que ellos. Aprovechando su escasa estatura, que oscila entre los 1´37 metros y los 1´45 metros, se esconden entre los arbustos, crean pequeños correderos con forma de túnel en el interior de los mismos, para así poder desplazarse de un lugar a otro sin ser detectados. Sin embargo, estudios genéticos realizados en el 2009 descubrieron que los antepasados de los pigmeos divergen de otras etnias africanas de altura regular, que por alguna razón desconocida decidieron adentrarse en los bosques hace 60.000 años y que, milenio tras milenio, adaptaron sus cuerpos al reducido entorno que escogieron.
Los pigmeos encogieron por voluntad propia y hoy son cerca de 300.000 los que viven diseminados por diferentes zonas de África Central. Ruanda, Burundi, Uganda, Congo, Gabón, Guinea Ecuatorial, Botsuana, Namibia, Zambia y la República Democrática del Congo son los territorios que habitan en la actualidad, precisamente aquellos con las selvas más densas.
Bufones de los viejos reyes
Claro que ser el bocado más pequeño de la selva, valga la redundancia, ha acarreado graves consecuencias entre las tribus pigmeas a lo largo de los años. Ya pueden encontrarse menciones sobre ellos en textos tan antiguos como Historia de Heródoto, o incluso en una curiosa carta - datada en el segundo milenio antes de Cristo - que el faraón Neferkara Pepy II envió a uno de sus embajadores al conocer que traía consigo, de regreso tras un viaje al sur del Nilo, a un pigmeo proveniente del país de Yam:
“Cuando el pigmeo viaje contigo en la barca, nombra a personas responsables que estén junto a él en cubierta para evitar que se caiga al agua. Cuando duerma, de noche, nombra a personas responsables que duerman junto a él, en su tienda, e inspecciona diez veces cada noche. Mi majestad desea ver a este pigmeo más que los dones del Sinaí y del Punt”.
Así se descubre una de las facetas más habituales de los pigmeos fuera de su territorio original. El de puro entretenimiento para los viejos reyes. Ya se sabe que muchos de los bufones eran por norma general personas que hubiesen sufrido algún tipo de modificación corporal, por lo habitual se trataban de jorobados que en un mundo cruel como era entonces no tenían alternativa entre la burla o el abandono. Los pigmeos también entraron en esta categoría. Numerosos faraones egipcios les utilizaron para su diversión, igual que hizo la desafortunada esposa de Luis XIV; el zar Pedro I tenía una obsesión con todo tipo de enanos incluyendo a los pigmeos y estoy convencido - aunque carezco de pruebas - de que alguno de los 127 bufones que pulularon por la corte madrileña de los Austria sería, por fuerza, un pigmeo.
Debo aclarar que los pigmeos no fueron utilizados como divertimento por su altura en exclusiva. Al contrario. Se consideraba más interesante en ellos su agudo ingenio, producto de una inteligencia perspicaz y poco común en aquella época, incluso entre las capas más leídas de la sociedad. Su dominio de las artes, en especial aquellas relacionadas con la música, los convertía (y todavía hoy lo son) en excelentes músicos y vocalistas, capaces de improvisar agradables sinfonías sin apenas esfuerzo ni instrumentos. Recomiendo al lector buscar algunas de sus canciones para experimentar el delicioso sonido que elaboran, tan diferente a todos aquellos a los que andamos acostumbrados pero que, por alguna razón que conecta a todo ser humano en un único conjunto, despierta y zarandea sensaciones extraordinarias en cada uno de nosotros.
Cazadores de elefantes
Es de suponer que un pueblo utilizado para divertimento del mundo entero ha recibido también importantes dosis de sufrimiento, y es cierto que prácticamente desde que el faraón Pepy II escribiera su caprichosa carta hasta hoy, no han sido pocas las situaciones dramáticas que han sobrevivido. La última de ellas se dio durante la Segunda Guerra del Congo, entre 1998 y 2003, cuando fue revelado que un grupo paramilitar conocido como les effaceurs (los borradores) se propusieron eliminar todo resquicio de vida pigmea en la provincia minera de Kivu. Se estima que asesinaron en torno a 60.000 civiles. Por otro lado, ambas facciones de la guerra estaban convencidos de que los pigmeos poseen poderes mágicos como producto del imaginario colectivo y se dieron múltiples casos de canibalismo. Se pensaba que ingerir la carne de un pigmeo otorgaba fuerza y protección a sus consumidores.
A todo esto se le deben unir las cacerías humanas que el emperador Leopoldo II de Bélgica organizaba en el Congo, con pigmeos o cualquier otra tribu en el punto de mira, y la esclavitud, todavía en uso, bajo la que viven sometidos los pigmeos propiedad de tribus bantúes en África Central. O los 10.000 asesinados durante el Genocidio de Ruanda en 1994.
Se conocen datos muy escasos en lo que respecta a la cultura pigmea. Retraídos por razones evidentes, prefieren habitar las zonas más boscosas de sus territorios y mezclarse lo menos posible con el resto de etnias africanas o cualquier ser humano en general. Aunque si hay un aspecto que cabe a destacar de ellos en cuanto a lo físico, digno de admiración, sería su ingenioso método para cazar elefantes que consiguen con una facilidad asombrosa. Es cierto que la caza de elefantes está regulada en la actualidad, pero esto no excluye que sea muy interesante de conocer. Los pigmeos cuentan con largas lanzas de dos metros de altura, limadas en la parte central para agarrarlas y agujereadas en uno de sus extremos, donde colocan puntas de piedra o hierro que rondan los 60 centímetros. Cuando se disponen a cazar un elefante, se acercan a la bestia con el sigilo que solo ellos pueden conseguir, hasta colocarse casi bajo su barriga. Con un movimiento rápido clavan la lanza en una de sus partes tiernas, la retuercen y parten la punta para que se quede dentro de la herida. La punta está envenenada y no debe de pasar mucho tiempo hasta que el elefante caiga muerto.
Donde no cabe la altura en el pigmeo y han sido señalados con carcajadas como fondo durante milenios, encontramos en ellos a una etnia mágica (en el sentido no violento de la palabra), dotada de una sagacidad poco común, no ya en el continente africano sino en el planeta entero, donde los europeos cazaban mamuts a base de grandes espavientos y carreras y perder a algún hombre en el intento. Habitan sus pequeñas chozas de no más de metro y medio de altura en las zonas de bosque pero, empujados por la reciente deforestación de sus territorios, cada vez es más común encontrarlos en determinadas ciudades africanas. Viven y dejan morir. Y cuando no se les permite vivir, piensan fugaces un chascarrillo con que distraer al enemigo mientras empapan en veneno las puntas de sus flechas.
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