Viajes
Los tarahumaras mejicanos y la paradoja del desarrollo
En la rica tradición tarahumara, al noroeste de Méjico, encontramos el ejemplo perfecto del duro pago por el desarrollo
Existen paraísos seleccionados con delicadeza a lo largo del globo, porciones de tierra, mar y aire sacadas de todo lo corrupto para ofrecer unos días de disfrute a cualquiera que esté dispuesto a pagar su precio. Uno de estos lugares recibe el nombre de Barrancas del Cobre, en Sierra Madre, al noroeste de Méjico, y, se lo aseguro al lector, no importa lo lejos que haya viajado ni cuántos espectáculos naturales haya disfrutado, porque al posar sus ojos veteranos en este sistema de cañones que supera hasta cuatro veces en extensión al Gran Cañón del Colorado, además de otras dos en profundidad, sus pupilas se dilatarán de puro asombro.
Esquirlas de hierba glauca se barajan con el tono ocráceo que da nombre a este paraíso, los barrancos son tan profundos, tan meditabundos en sus 20 millones de años de vida. Pero no es este paisaje abrumador el que nos lleva a visitarlo. Son sus habitantes, en torno a 120.000 de ellos, los que nos han traído hasta aquí.
En retirada
Los tarahumaras o rarámuris llevan siglos habitando esta región, desde que las conquistas españolas les empujaron de sus hogares primitivos para refugiarse en las montañas y salvaguardar su peculiar estilo de vida. No fueron los primeros hombres en poblar esta región, pero sí la tribu más numerosa, la que más ha dado de que hablar en las últimas centurias. A los españoles nos veían como criaturas extrañas, con extrañas barbas poblándoles las mejillas, y es por esta razón que llaman a los extranjeros chabachoni, cuya traducción aproximada viene a ser la de “persona con telarañas en el rostro”.
Su cultura supone una combinación de las tradiciones indígenas anteriores a los tiempos de Colón y la influencia de los misioneros cristianos que evangelizaron en Sierra Madre. No fue sencillo para los portadores del Evangelio adoctrinar estos territorios, ni mucho menos, ya que su huida a Sierra Madre no se debió a que los tarahumaras se trataran de un pueblo cobarde o pacifista, sino simple y llanamente desinteresado por las pugnas de poder. No dudaron en levantarse en armas si la ocasión lo requería, su mano no tembló a la hora de ejecutar a los misioneros pertinentes. Así quedó en ellos, tergiversada pero enriquecida, la religión católica. Esta peculiar manera de comprender las enseñanzas de la Iglesia puede comprobarse con facilidad en sus celebraciones de Semana Santa. Tras dedicar las tres semanas anteriores a tocar sus tambores sin descanso, según ellos porque es en esta época cuando más peligroso es el demonio y resulta imprescindible que Dios no se quede dormido, queman con violencia un monigote de Judas y representan una batalla que simboliza la del bien contra el mal. Disfrazados de fariseos, los hombres que representan al mal suponen una escena dantesca: apenas una falda blanca se asemeja a los religiosos judíos, oculta tras un estallido de color en sus pinturas y el resto de sus ropajes y las plumas que decoran sus cabezas.
Dato curioso: ¿sabías que los tarahumaras también son conocidos por ganar a maratonianos profesionales, calzados con nada más que sandalias? Adaptarse a las largas caminatas en la montaña ha sido su entrenamiento.
Su economía es precaria. Cultivan pobres sembrados con frijoles y maíz (del que consiguen elaborar su cerveza tradicional) y practican la trashumancia, en un curioso juego de palabras con su nombre, de ovejas o cabras. No es esta una región rica, en ningún caso. Es más, las enfermedades son habituales entre los tarahumaras y los precarios sistemas de salubridad que permiten sus chozas de barro y paja, no hacen sino empeorar la situación. Conocerlos, sin embargo, resulta en una experiencia sobrecogedora. Su resistencia a abandonar las costumbres ancestrales los convierten en una fuente rica en cultura, apasionante de aprenderse a ver, y sus fiestas tradicionales suponen un estallido de color y amor por la vida como pocos en nuestro mundo.
La amenaza chabachoni
Hace quinientos años se refugiaron en las montañas de Sierra Madre, camuflándose en las Barrancas del Cobre. Mantuvieron firme su planteamiento de vida y, a algunos les parecerá curioso, pero prefirieron mil veces la pobreza diaria a rechazar el color y la alegría que fluye en sus fiestas. Son este tipo de pueblos los que enamoran a los viajeros, a los viajeros de verdad que no buscan tribus tematizadas. Los pueblos fieles a sus tradiciones, sin importar el precio.
Pero han pasado lejos los tiempos en que una cultura se imponía sobre la otra por mediación del acero. Hoy se utilizan métodos más persuasivos, más descontrolados, cuando mediante mecanismos parecidos a una Inteligencia Artificial independizada se inyectan en estos pueblos puros nuevas necesidades que poco a poco terminan por atraparlos. No hablo de necesidades básicas, de buenos hospitales y sistemas de alcantarillado, tampoco me refiero a la erradicación del hambre. Son necesidades estúpidas, son el alcohol que llega a los pueblos tarahumaras en los mismos camiones que los cuadernos del colegio, las adormideras y plantas de cannabis que se siembran en el centenar de kilómetros que nadie mira, la comida basura acompañada de Coca-Cola.
Es pavoroso porque nadie empuja a los tarahumaras a consumir porquerías que han aumentado brutalmente los casos de obesidad e hipertensión, ni son obligados a punta de pistola a trabajar en las plantaciones cuyos productos volarán sin escalas a la frontera estadounidense. La comida basura cuenta con el potente adictivo del glutamato monosódico, una sucia sustancia que potencia su sabor, y ni falta que hace comentar los jugosos beneficios económicos que puede reportar el negocio de la droga. Ya no pueden huir más profundo en las montañas porque significaría huir de sí mismos, y esto no sería posible. Es más, cada vez es mayor el número de tarahumaras que corren a las ciudades, donde viven en precarios barrios de chabolas sin futuro ni perdón.
La paradoja tarahumara
Pensemos el lector y yo juntos. Discutamos si hace falta. No cambiaremos en un solo detalle el destino de los tarahumara pero desde luego que aprenderemos a discurrir con mayor claridad. Tenemos ante nuestros ojos a un pueblo cuya supervivencia a lo largo de los últimos quinientos años se ha debido al sacrificio, al intercambio de la riqueza por su tradición, y súbitamente comprobamos que su distancia con respecto al mundo es más corta a cada año que corre. Son los hoteles diseminados por el Barranco del Cobre y las influencias que he narrado en el apartado anterior quienes la recortan.
En mi novela El Pastor de Cangrejos, expongo cómo se justificó la trata de esclavos en el continente africano a partir del progreso, es decir, que pensadores de la talla de Rousseau excusaban el duro trato a los esclavos en que era necesario para igualar su civilización salvaje con la nuestra. Al parecer más desarrollada. Y esta justificación que habla de un equilibrio entre el sacrificio y el desarrollo viene dándose desde entonces hasta hoy, sin interrupciones. ¿Piensa el lector que un pueblo debe sufrir, no por voluntad propia sino por la ajena, para alcanzar una mentalidad (que no un desarrollo) que terceros le impongan? ¿Todavía piensa el lector que estas manos ajenas permitirán al pueblo desdichado posicionarse a su nivel? ¿Con qué fin? ¿Desde cuándo interesó a nadie educar a quienes pretenden expoliar?
Numerosos discursos en pro del desarrollo han procurado excusar la precaria situación de los tarahumaras. Se dice que supone un significativo salto hacia delante que los supervivientes de tan valiosa tradición gasten sus vidas en limpiar los hoteles de Barranco del Cobre, ganando apenas unas perras para sobrevivir. Hoteles que gastan en un día la misma cantidad de agua que una familia tarahumara en un año, en una región ya árida de por sí. El alcoholismo es a día de hoy un problema grave entre ellos. Como lo es la obesidad y, curiosamente, también la desnutrición. La violencia que acarrean las drogas también es un problema. Aunque resulta extraño encontrar montones de latas de refrescos en los vertederos situados junto a sus chozas, es una imagen impactante ver el cuidado color de las latas contrastando con el tono apagado del barro.
¿Quién plantó la primera semilla de adormidera, quién llevó la primera Coca-Cola, quién sirvió los vasos de tequila, quién cocinó la primera sopa instantánea de fideos japoneses, pura basura? ¿Quién ofreció las monedas de plata al mismo Judas que apalean con tanto furor en las festividades de Pascua? No sé que pensará el lector, me gustaría que forme su propia decisión si no está demasiado ocupado, pero en mi caso siempre he pensado que Judas hoy sería santo de no haberse encontrado con los miembros del Sanedrín. Al final todo este asunto resulta en una odiosa paradoja, tan antigua como nuestro concepto de desarrollo: el pago por las monedas será una eternidad de sufrimiento mal calculado. Aunque las monedas no puedan pagar un costoso hospital, nada más que los fideos precocinados.
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