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Luis Rojas Marcos: “Yo también hablo solo”

Luis Rojas Marcos nos habla del poder terapéutico de las palabras, que pueden salvarnos la vida. Lo cuenta en su último libro, “Somos lo que hablamos” (editorial Grijalbo), donde desgrana la importancia que tiene hablar, y hablarnos, mucho y bien

Luis Rojas Marcos
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Luis Rojas Marcos nos habla del poder terapéutico de las palabras, que pueden salvarnos la vida. Lo cuenta en su último libro, “Somos lo que hablamos” (editorial Grijalbo), donde desgrana la importancia que tiene hablar, y hablarnos, mucho y bien

El primer día de guardia de Luis Rojas Marcos (Sevilla, 1943) en un hospital de Nueva York en 1968 fue digno de Gila. La barrera del idioma le llevó a malinterpretar la llamada que le hacían para que acudiera a la Unidad de Cuidados Intensivos, la ICU en inglés (“Doctor Marcos, Ai Si Iu”), y acabó hablando a gritos a un altavoz en medio del pasillo (“I don´t see you!”). Desde su despacho en Manhattan, este reputadísimo y afable psiquiatra aún se ríe cuando recuerda su debut. Nos recibe por Skype para hablar precisamente del poder terapéutico de las palabras, que pueden salvarnos la vida. Lo cuenta en su último libro, “Somos lo que hablamos” (editorial Grijalbo), donde desgrana la importancia que tiene hablar, y hablarnos, mucho y bien.

- ¿Entonces somos lo que hablamos o lo que comemos?

- Nuestra vida está modulada por cómo nos comunicamos con los demás, pero también con nosotros mismos. Desde los tres años, los niños se hablan a sí mismos en alto, se dan instrucciones mientras juegan. Lo que nos decimos es fundamental. Cuando lo hacemos de manera íntima, hablamos en primera persona: “Hoy estoy triste”. En cambio, cuando nos hablamos en segunda persona nos ayuda a controlarnos, a animarnos en el deporte, a llevar algo a cabo. Hay estudios que demuestran que las personas que se deprimen tienden a hablarse cada vez más en primera persona.

-¿De qué forma le ha ayudado en su vida ese diálogo interno?

- El diagnóstico de niño hiperactivo no existía en mi época, eras un niño travieso, inquieto, un rabo de lagartija. Hablarme a mí mismo me ayudaba a tranquilizarme, a controlarme, pero también a darme consejos y afecto. Me daba ánimos, me trataba con compasión y empatía.

- ¿Ya desde pequeño tenía tan buena relación consigo mismo?

- La verdad es que sí. Nací en el año 43 en Sevilla y en esa época todo se dividía entre lo que está bien y lo que está mal, lo bueno y lo malo. No existía el término medio, eras franquista o antifranquista, ibas al cielo o al infierno. En esa dicotomía ayudaba mucho explicarse la cosas a uno mismo. Ese término medio que es tan útil en la vida.

- En el libro explica lo mucho que le sirvieron las autoinstrucciones en el 11-S.

- Sí. Yo estaba por allí porque íbamos a tener una reunión en uno de los edificios en frente de las torres y al llegar me encuentro con que se ha estrellado un avión. Al bajar, me topé con el jefe de bomberos y me fui con él. Mientras andaba, empecé a hablarme a mí mismo, a decirme cosas como pero qué haces aquí, un psiquiatra español en medio de todo esto... Y, por otra parte, me decía bueno, quizá puedas ayudar en algo, llamar a los hospitales para que se vayan preparando... Estaba claro que sería un desastre, pero aún no se habían caído las torres. En ese diálogo conmigo mismo decidí quedarme en lugar de marcharme.

- ¿Cómo andan los neoyorquinos de salud mental?

- Después del 11-S hubo un gran bajón porque se rompió la sólida sensación de certidumbre que habían tenido hasta entonces. Antes todo el mundo sabía lo que iba a pasar el año que viene y el siguiente. Ahora cuando preguntas a alguien por sus planes hay un elemento nuevo de incertidumbre.

- Dice que el ser humano necesita explicarse las cosas casi como respirar.

- Efectivamente. El cerebro no tolera el vacío a la hora de experimentar las situaciones. Tenemos que explicarnos las cosas que suceden, aunque el estilo que tengamos es crucial. Los optimistas tienden a pensar, por ejemplo, que un dolor de cabeza es transitorio, que no les afecta y que no es su culpa. Lo opuesto es pensar que nada tiene remedio, la falta de esperanza.

-¿Es un estilo modificable o se nace con él?

-Se puede cambiar pero hay que ser consciente de que nuestro estilo no nos ayuda, querer cambiarlo e invertir el tiempo y la energía necesarios.

-¿Por qué cree que resulta perjudicial analizar las cosas buenas que nos pasan?

- Estamos acostumbrados a analizar los problemas, pero cuando descuartizamos momentos y emociones muy positivas les quitamos el encanto. Y acabamos diciéndonos cosas como que “hoy estoy alegre porque mi ego se ha gratificado”.

- Habla de una empresa que aumentó su productividad instruyendo a sus empleados para que hicieran 30 afirmaciones ante el espejo ante de ir a trabajar. ¿Esto no es un poco naif?

-La persona que se mira al espejo y se dice que todo va a ir bien no se está diciendo al mismo tiempo que lo que está haciendo no tiene sentido. Es gente que ya ha practicado ese soliloquio y ven que funciona. A mí me gusta mucho correr y me ayuda muchísimo animarme. En un maratón veo alrededor a gente que también va hablándose. Los deportistas se dan instrucciones constantemente. Parece un poco naif porque desde pequeños nos dicen que hablar solos no sirve o que, incluso, es un síntoma de locura. De no ser normal.

- ¿Usted habla solo?

- Sí. A veces en voz baja, cuando hay gente alrededor, y si no en alto. Me ayuda mucho, sobre todo en momentos difíciles. Aunque el dolor no se va, tranquiliza bastante. A mi alrededor tanto compañeros como pacientes también lo hacen.

-¿Rezar por alguien es contraproducente?

- No es que no sirva, eso no lo sabemos, pero el estudio del que hablo en el libro concluye que a las personas que les dijeron que una congregación rezaría por ellas durante una operación tuvieron más complicaciones que los que no estaban al corriente. Quizá si te dicen que van a rezar por ti crees que estás más grave de lo que en realidad estás. Por otro lado, cuando pregunto a presos que han estado confinados en celdas de aislamiento, me dicen que sobrevivían hablando, a veces durante horas con una esquina o una grieta a la que daban vida. Hablar con otra persona, aunque sea imaginaria, ayuda. Así que rezar, pensando que hablas con Dios o un Santo, sin duda puede salvarte la vida.

- ¿Las mujeres vivimos más porque hablamos más?

- Las niñas hablan antes y tienen más vocabulario que los varones, tienen la parte izquierda del cerebro más desarrollada. A partir de los trece años la cosa se iguala. De todas formas, la cultura también fomenta más las conversaciones con las niñas. Está demostrado que los padres y las madres hablan con sus hijas más de temas emocionales y con los niños de asuntos prácticos. La mujer vive más que el hombre así que es fácil atar cabos.

-¿Así que sale más a cuenta ser extrovertido?

- Cuando se estudia lo que llamamos la personalidad de la longevidad, la extroversión aparece como fundamental. Pero para que funcione debe ir acompañada de lo que llamamos conciencia, que la persona esté al tanto de los peligros. Que no fume ni beba demasiado, que no se arriesgue. También debe acompañarse de optimismo.

- ¿En los tiempos del whatsapp deberíamos hablar más y escribir menos?

- Con las nuevas tecnologías pasa un poco como ocurrió con la televisión, a la que culparon de todos los males. El teléfono móvil en sí mismo es una maravilla, todo depende del uso. De todas formas, hablar te une más que escribir por muy bien que escribas. La comunicación hablada es más básica, a escribir hay que aprender, como a tocar el piano o a tejer. No es algo natural como hablar.

- ¿Sentimos y nos comportamos de forma distinta según el idioma en que hablemos?

- Es lo que se llama la bipersonalidad porque las palabras que aprendemos van unidas a imágenes y sentimientos muy intensos. Cuando aprendemos dos lenguas en el mismo contexto no ocurre, pero cuando lo hacemos en distintos momentos de nuestra vida, sí. A mí me ha pasado con el inglés porque cuando llegué a Nueva York con 24 años no hablaba casi nada, así que para mí es una lengua mucho más intelectual y con menos sentimiento. En mi caso, podía contar cosas dolorosas de mi infancia más fácilmente en inglés que en castellano. También podemos ser más tímidos en nuestro idioma materno que en nuestra segunda lengua.

- ¿De qué se habla en EE UU que no en Japón, por ejemplo?

- Aquí hablamos mucho desde el yo, lo que yo soy, en qué trabajo, lo que quiero hacer... Se habla más de uno mismo que de la comunidad, del nosotros. En Europa hay más nosotros.

- ¿España es el país de la queja y la crítica?

- Absolutamente. Y del pensamiento automático, la generalización. Si vas a una reunión que no se te ocurra decir que eres feliz u optimista porque te dirán que cómo te atreves, con la que está cayendo... Como si no supieras de qué va la vida. Esto se debe a la influencia de los filósofos. Aquí, en cambio, se glorifica la felicidad. Vas al trabajo y cuando te preguntan lo normal es decir que te sientes genial, feliz, y si vas a una entrevista de trabajo ya ni te cuento. Si aquí dices que eres realista desconfían, como si fueras un paranoico. En Japón la gente habla menos, pero solo en público, y no tienen ningún problema en hablar solos. No está mal visto como en Occidente. En los colegios además se les enseña a hablarse bien a sí mismos, a tratarse bien, a darse las gracias, a no criticarse mucho para no dañar la autoestima. Ni siquiera lo llamo felicidad, sino satisfacción con la vida en general para no asustar. Si le pregunto a usted, del cero al diez, ¿qué se daría?

- Quizá un siete. ¿Usted?

- Yo me daría un ocho y medio. Si tu haces esa pregunta, y yo se la hago a los periodistas, en general la gente se suele dar un siete, un ocho y hasta un nueve. Sin pensarlo mucho porque si no les daría cosa decir tanto por lo que van a pensar los demás. La queja es un instrumento básico de la comunicación social en Europa y España, pero la satisfacción con la vida está tan alta como la de EE UU o más. Pero no se habla de ello, está mal visto.

- Es curioso porque la sociedad americana exalta la felicidad pero con la contrapartida de esconder el dolor. Existe la obligación de aparentar estar bien.

- Aquí, a diferencia de Europa o España, lo negativo no se habla. Hubo un estudio hace un par de años de miles de creyentes en EE UU que pensaban que cuanto más feliz eres más posibilidades tienes de ir al cielo. Aquello me sorprendió enormemente porque de mi niñez en los años 50 en Sevilla recordaba justamente lo contrario. Para ir al cielo había que sufrir. Aquí se ve como un fallo no ser feliz.

- ¿Qué palabras deberíamos decir más?

- Doy mucha importancia al perdón. Si no perdonas no pasas página. Aunque sea de forma interna, si no podemos ver al agresor. En lo positivo no hay que temer decir te quiero o me caes bien. O soy feliz. Y sobre todo perder el miedo a hablar o hablarnos.

- ¿Cuándo estamos mejor calladitos?

- Cuando veamos que estamos a punto de desbarrar, mejor callar. Aunque a menudo el hablar es un impulso difícil de resistir, hay que aprenderlo y ejercitarlo para que cuando llegue el momento podamos aplicarlo.

- El impulso de hablar es muy fuerte.

- Sí, pero como todo se puede aprender a callar. Aunque hay que invertir en ello y cuando logras no decir nada te das cuenta de que no pasa nada. Es un impulso que a veces no tiene nada de positivo.