Ley del Menor
El niño que llevaba una ballesta colgada de su bicicleta
Hace casi una semana que en el hospital infantil San Joan de Deu de Barcelona sólo hay silencio. Ni el personal sanitario, ni ninguno de los trabajadores del centro dicen una sola palabra acerca de M.P., el adolescente que el pasado lunes sembró el terror en el I. E. S. Joan Fuster de Barcelona, quitándole la vida a uno de los profesores del centro, Abel Martínez. Tampoco en el centro escolar hay respuestas acerca del estado de M.P. Lo único que se cuela entre los pasillos es que siguen haciéndole pruebas. Unos estudios que intenten dar respuesta al porqué de tales actos a manos de un niño. La última tentativa de dar un sentido racional a lo sucedido.
Es precisamente ese denso secretismo, que pesa casi tanto como los propios hechos, lo que tienen en común el hospital y el barrio de La Sagrera, donde se encuentra la casa en la que viven desde siempre M.P. y su familia. El joven tiene, además, una hermana mayor que, a sus 16 años, cursa primero de Bachillerato en el mismo instituto. El día de la tragedia, ella también estaba en clase. Unos días después, la joven volvió al instituto, donde ya nada sería como hasta entonces. Desde que regresó, cada vez que sale de clase para regresar a casa, lo hace acompañada de una amiga, en un intento de que nadie la aborde por la calle.
Asentados desde hace casi dos décadas en un piso del barrio barcelonés de La Sagrera, la familia no ha hecho nunca demasiada vida de barrio. De hecho, ni siquiera los dueños de un bar situado justo en frente del bloque de pisos donde viven recuerda haberlos visto por ahí más de las una o dos veces en las que los padres de M.P. han entrado a comprar tabaco.
Según los vecinos, son gente completamente normal, aunque la relación con ellos apenas ha pasado de un «hola y adiós» y, durante todos los años que llevan viviendo ahí J. P. y C. C., padre y madre del adolescente, ni siquiera se les reconoce por ser gente que hiciera más ruido que otros vecinos. Se caracterizan, eso sí, por ser una familia trabajadora y normal, en la que la madre, que tiene una motocicleta, trabaja como enfermera en un centro de la ciudad, y el padre como profesor de Educación Especial.
Aunque sus progenitores se separaron hace muchos años, J. P. ha vivido prácticamente toda su vida en el piso de La Sagrera, ya que pertenecía a su familia. Por eso, cuando se casó con C., ella se mudó a vivir allí para crear la suya propia. Hasta entonces ella vivía con su madre.
Según quienes les conocen, J.P. y C.C. son muy catalanistas, amantes de Barcelona en particular y, «antes de que nacieran los niños, una pareja muy vital y aventurera a la que le gustaba mucho el deporte, sobre todo el ciclismo y la montaña. Sin embargo, con el nacimiento de los dos niños se fueron haciendo cada vez más conservadores y se acostumbraron a una vida más tranquila y hogareña». A pesar de esto, a día de hoy J.P. continúa siendo bastante atleta. Participa activamente en el equipo de hockey donde jugaba su hijo y va con frecuencia a un gimnasio de su calle. En él, confirman el carácter introvertido de J.P., ya que no suele interactuar con los demás socios del centro. Lo que sí reconocen sus vecinos es que es muy aficionado a salir a pasear en bicicleta por los alrededores de su residencia. A veces, también con sus hijos.
Precisamente uno de estos paseos en bicicleta fue lo que, no hace demasiado, llamó la atención de una de las vecinas de la familia. Una tarde, M.P. salió con su padre a dar un paseo en bicicleta. Al volver, según aseguró esta vecina, pudo comprobar que el niño llevaba un objeto extraño en el cuadro de su bicicleta. Al fijarse un poco más, pudo comprobar que «era una ballesta lo que el niño llevaba con él». La vecina no reconoció de qué tipo era esta «arma», pero sí recuerda lo mucho que le impactó ver al joven con un objeto tan peligroso y, más aún, recordarlo tras conocer los hechos del pasado lunes en el Joan Fuster.
Pero esto no fue lo único que llamó la atención de sus vecinos. M.P., que hasta el momento había sido un adolescente completamente normal, al que reconocían los dueños de los quioscos de su calle porque acudía a ellos para comprar golosinas desde pequeño, comenzó a ponerse muy frecuentemente una chaqueta militar, casi a modo de uniforme. Sin que sus vecinos conocieran el motivo, lo hizo prácticamente a diario, día tras día durante semanas. Hasta que llegó la mañana del 20 de abril, en la que su profesor de Educación Física le reconoció gracias a ella. Minutos después, David Jurado, el profesor, frustraría su intento de preparar un cóctel molotov en el instituto.
A estas alturas, después de conocer lo sucedido, parece que todos los elementos que se unieron aquella mañana en la que Abel Martínez perdió la vida fueron fraguándose poco a poco. Cada uno de manera independiente hasta unirse en una tragedia para la que todavía no hay una respuesta racional convincente ni para los médicos ni para los testigos. Ni, desde luego, para la familia.
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