Tribunales
El día que Pablo Ibar entró en la cárcel se prometió que no perdería la cabeza. Enfocó todos sus esfuerzos en el juicio que ayer le declaró culpable y no cejó en ningún momento de estudiar cómo podía salvarse. Durante los 24 años que ha pasado entre rejas, ha luchado contra el tamaño de su celda, contra los gritos de los funcionarios y contra los altibajos de la soledad. Así lo relató en la primera carta que mandó a su familia. «Mis días comienzan acompañados de fuertes gritos: Chow time, que significa que es la hora del rancho, como si fuésemos ganado», escribía. En ella relataba su día a día, sus miedos, su pensamientos. Sin olvidar que su vida se paró aquel 26 de junio de 1994.
«La comida llega en bandejas de plástico que deslizan bajo las barras de la puerta de las jaulas en las que estamos. El tamaño de las celdas es de dos por tres metros, un espacio excesivamente pequeño para hombres que llevan aquí 25 o más años esperando su muerte», contaba sobre sus primeros meses en la cárcel estadounidense. Cada mañana, tras asearse un poco, comienza su rutina. «Trabajo en mi apelación, leyendo transcripciones o nuevas leyes que puedan afecta a mi caso con la esperanza de que pueda encontrar algún error que pueda ayudarme».
Se les permite salir dos veces por semana, dos horas cada vez. Fuera, pueden hablar con los demás internos, jugar al baloncesto o dar algún que otro paseo. Sin embargo, si toca recuento, el tiempo de recreo es cancelado. El almuerzo llega sobre las 12 del mediodía: «Si tengo hambre, como; si no, lo guardo para más tarde y así no me rugen las tripas por la noche. Luego continúo trabajando en mi caso o escribiendo», añadía. Entre medias, suele parar para practicar deporte. «Hago flexiones, algo de boxeo contra el colchón enrollado o levanto bolsas de libros, papeles o revistas. Además, corro durante 30 minutos». La razón de tanto entretenimiento no es solo para estar en forma física, sino también por salud mental. Para él, el ejercicio es una terapia y le permite no pensar en su situación. «Trato de estar tan ocupado como me sea posible para tener mi mente fuera de aquí y para no echar de menos a mi familia. Supongo que tener una rutina me ayuda a sobrellevar mejor los días».
En estos años, ha recibido la visita con de su padre y de su esposa. Algo que le ha mantenido en vilo y le ha permitido conservar la esperanza. «Sin su apoyo, sin su amor, sin ese contacto humano de la gente que te quiere de verdad, no sé que sería de mí».
La cena suele servirse entre las 17:30 y las 18:00 horas, momento en el que reconocía sentirse hambriento. Después, todo depende de si es día de ducha o no. Se les permite lavarse tres veces por semana, en turnos de 10 minutos. Les llevan a los baños esposados por la espalda. Una vez allí, se las quitan y, antes de que se den cuenta, ya vuelven a estar con ellas. «Regresamos a la celda, donde pasaremos el resto de la noche, esperando a la muerte». Allí, suele ver la televisión, leer algún libro o escuchar música. «Así, llega el cansancio y, si no hace mucho calor, intento dormir. Eso me encanta porque es un sitio en el que no me pueden quitar mis sueños», concluía. Más tarde, vuelve a escuchar los gritos: «Chow time». Entonces, se da cuenta de que sigue en el mismo lugar. En ese «horrible y oscuro sitio».