Pandemia
“Lo más angustioso es no saber si la persona se ha suicidado”
El Teléfono de la Esperanza recibió cerca de 50.000 llamadas durante el estado de alarma, muchas de personas que pretendían quitarse la vida
En el centro de Madrid hay un oasis. En una colonia de casas bajas, en un chalet rodeado de árboles, un batallón de voluntarios se dedica a ofrecer consuelo. Con una sola frase, “Teléfono de la Esperanza, le escucho”, arranca una conversación curativa que durante veinte o veinticinco minutos acompaña a la persona que ha marcado el 91 459 00 50. Están disponibles desde hace 49 años, las 24 horas, los 365 días del año. Dispuestos a echar una mano, de forma anónima, a cualquiera que atraviese un mal momento. Y este año tan difícil han echado el resto. Durante el estado de alarma, las llamadas crecieron un 50%, muchas de ellas con temática suicida, que es uno de los terribles campos en los que están especializados. Un total de 1.834 personas han echado mano del teléfono antes de poner fin a su vida.
Con la muerte ayer de la actriz Verónica Forqué cobra relevancia el doloroso y aún tabú asunto del suicidio, pero también como nunca es momento de poner el foco en las soluciones o, al menos, en las manos tendidas que están ahí para ayudar a los que se enfrentan a un abismo tan doloroso que prefieren la muerte.
Teresa López es psicóloga y voluntaria desde hace doce años. Es una de las profesionales que integró el programa especial “Comparte vida”, que funcionó durante el confinamiento. “Recibíamos llamadas muy intensas, muy duras, constantemente. Gente con necesidades muy acuciantes, crisis de ansiedad, duelo, miedo, gente con enfermos psiquiátricos en casa”, explica. Los dos primeros minutos de la conversación son los más importantes. Hay que establecer una “alianza terapéutica” con la persona, que “vuelque en ti todo lo que está ocurriendo en ese momento”. “Cuando coges el teléfono y al otro lado oyes llanto, o alguien que no puede respirar, es muy importante mantener la calma, darle tiempo, esperar”, continúa Teresa. Recuerda un caso especial de una chica que, en pleno encierro domiciliario a causa del Covid-19, llamó diciendo “me ahogo, me ahogo, qué puedo hacer. He tenido que salir de mi casa, no podía más”.
El coronavirus ha estirado al límite las costuras de la salud mental de muchas personas, que han terminado por romperse. Los 1.600 orientadores en toda España de esta ONG (que vive de donaciones y cuotas de socios) reciben una formación específica sobre suicidio. “Una de las cosas más angustiosas en el caso del suicidio es no saber cómo termina la historia, y nunca te vas a enterar", cuenta Teresa López. Aunque en ocasiones sí han logrado que la persona les facilitara su dirección para llamar al 112, no es lo más común: “Hay compañeros que han acompañado a un suicida hasta el final. Te llaman y ya se han tomado las pastillas y no te dicen dónde se encuentran”. Esto implica una generosidad afectiva enorme de parte de los voluntarios. Son conscientes de que no está en su mano arreglarle la vida a nadie, ni ofrecer consejos, están para acoger a la persona el tiempo que dure la llamada. “Las palabras sanan, pero todavía sana más sentirse escuchado”, resume esta psicóloga.
Las conversaciones no son de amistad ni de charla de café. No hay juicio alguno, tampoco nada parecido a “cálmate, la cosa no es tan grave”. El dolor del llamante no se valora, poco importa que se encuentre triste por haber perdido a su mascota o a su padre. Para estos ángeles al otro lado del hilo telefónico, todas las llamadas son igual de importantes. “No somos salvadores, somos gente que camina al lado de otras personas”, es el espíritu de la ONG.
Es esta una labor ardua para la que no vale cualquiera. “Aún no recuerdo cuándo dejaron de temblarme las piernas”, dice Teresa. Es que no saben lo que van a encontrarse cuando descuelguen el teléfono. Puede ser alguien que se ha tomado unas copas, que tiene problemas de pareja, que quiere hablar de sexo o, simplemente, charlar. El aislamiento es otra de las grandes motivaciones para marcar este número. Así lo cree David Martínez, joven voluntario ciego que considera la soledad “el denominador común” de las llamadas. “Es la otra gran pandemia que se extiende cada día más. Produce una devastación total, castiga y reduce la esperanza de vida”, continúa.
Las situaciones dramáticas se yuxtaponen con otras más cotidianas, de mujeres y hombres mayores que llevan días sin hablar con nadie y solo quieren charlar un rato, contarles lo que están preparando para comer. David creía que le iba a resultar más duro porque es “una esponja emocional”, pero lo ha encontrado “muy enriquecedor, además de escuchar, aprendes. De sus problemas y también de su capacidad de superación y de su valentía”. Lo califica "un voluntariado con alma”. Amparados en el anonimato, la gente se desnuda por completo. Les confían secretos y preocupaciones que no comparten ni con sus terapeutas.
Las horas más complejas de cubrir son las de la madrugada, cuando la desesperanza se crece. Carlos Granda lo sabe bien. Este voluntario y miembro de la dirección empezó en el turno de noche, “el momento en el que los problemas se ven más grandes”. También son las horas en las que la soledad muerde aún más y “se trata de conectar con esa persona, hacerla sentir que estás con ella”. Sus diez años al servicio del teléfono le han servido, sobre todo, para “relativizar” sus preocupaciones. También le ha gratificado enormemente observar el cambio en quien llama, cómo se acaba despidiendo dándole las gracias. La magia de la escucha activa obra el milagro, una vez más.
¿Y cómo desconecta uno después de pasar cuatro horas al teléfono? ¿Cómo evitar que le afecte en su vida personal? Lo cierto es que hay gente que no puede con ello y acaba tirando la toalla. Esta es una de las habilidades que enseñan en el curso previo a ponerse en marcha, la desconexión emocional. La preparación, de un año de duración, es muy intensa. Se pone a prueba el compromiso del aspirante y su estado anímico para que no acaben proyectando sus asuntos no resueltos. Por eso se hace mucho hincapié en el autoconocimiento. Es una de las claves para poder prestar un servicio adecuado, ser de verdadera ayuda.
De los 60 voluntarios de media que inician la formación cada año, solo seis o siete acaban integrando las filas del Teléfono de la Esperanza. “Si tú coges una llamada de suicidio y en tu familia ha habido uno, difícilmente podrás ofrecer auxilio si aún no lo has superado”, explica Teresa López. A pesar de las dificultades, los voluntarios manifiestan una gran satisfacción personal. “Es complejo, pero muy gratificante. Yo siento que si durante la pandemia pude ayudar al menos a una persona, aliviarle su dolor, me siento feliz. A pesar de todo el sufrimiento que haya tenido que escuchar”, afirma Teresa.
El presidente de la ONG en Madrid, José Luis Perrinó, explica que el Teléfono de la Esperanza, presente en 30 provincias españolas, no deja de crecer. “Solo el año pasado recibimos 126.000 llamadas. El 65% son mujeres y el 35%, hombres, pero los hay de todas las edades. De 25 a 80”, asegura. Cada año desde hace 49, el volumen de peticiones de ayuda va en aumento: “Somos la última red social que existe en España. A nosotros vienen los que ya no tienen dónde acudir”. Y la gente les está tan agradecida por haberles regalado unos minutos de consuelo y compañía que incluso les han llegado a incluir en el testamento. Les consideran su familia, alguien incondicional. Están ahí siempre, dispuestos a ofrecer su escucha a todo el que lo necesite.