Letras líquidas

WhatsApp-gate

Ahora que las llamadas ya son cosa de «boomers», relegadas al papel de exotismo social, ¿cómo contar un secreto en la era en la que todo queda por escrito?

Los tiempos modernos traen sus propios trastornos. Saturados de hiperconexión y tecnología, generan adicciones a las redes, a los «me gusta», desencadenan traumas por comparación con la vida feliz que exhiben los otros u oficializan uno de los mayores temores contemporáneos: quedarse desconectado, perderse algo, no estar enterado de lo último de lo último en el último segundo. La preocupación máxima por las comunicaciones. Ya lo cantaban, con desasosiego, los Lori Meyers «no va el WhatsApp, no carga el vídeo que mandaste». Y ahí, con semejante inquietud, empieza el lío. O los líos. El móvil, como una extensión de nuestro yo, es una parte tan íntima de nuestra vida que sus peripecias terminan siendo las nuestras. Estoy pensando, por ejemplo, en la ministra británica que ha estrenado las dimisiones en el Gobierno de Starmer por haber mentido sobre el robo de su teléfono, que no fue tal, al parecer solo un descuido, el terminal estaba perdido en casa. Pero el despiste, que comporta un delito de falso testimonio ante la policía, le ha supuesto, ay Europa, la renuncia al cargo público.

No sabemos si España se habrá hecho adulta en esos estándares democráticos, pero aquí hemos tenido también el abandono (a medias) de Lobato, tras protagonizar el «WhatsApp-Gate». Además de complicar la semana previa al Congreso del PSOE, aguar (un poco) el paseo triunfal a Sánchez y agitar las aguas socialistas, aun sin consecuencias ni determinadas ni definitivas, el registro ante notario de los mensajes entre Lobato y Sánchez Acera abre unos interesantes interrogantes al actual habitante del mundo digital. Ahora que las llamadas ya son cosa de «boomers», relegadas al papel de exotismo social, ¿cómo contar un secreto en la era en la que todo queda por escrito? Quizá por eso, fíjense, es cada vez más frecuente esa opción de mensajes que se destruyen pasado un tiempo determinado, como buscando la fugacidad de las confidencias. Aunque, claro, siempre existirá la inmortalidad de los pantallazos.