Historia

Joaquín Marco

¿Volvemos al pasado?

La Razón
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Los inicios de este nuevo siglo no resultan alentadores. Se acepta con resignación que las nuevas generaciones que se están incorporando al mundo laboral van a vivir peor que las anteriores. Aquel progresismo decimonónico que, pese a los dramáticos acontecimientos del s. XX, se mantuvo casi hasta los inicios de la crisis financiera de 2008 ha quedado pulverizado. Un nuevo y evidente pesimismo se cierne sobre Occidente. La impopularidad del presidente Trump es tan solo un ejemplo que podría ampliarse a la reciente ascensión de la ultraderecha germana, a Polonia, al indeseado Brexit, a la resignada Rusia de Putin, al desconcertado mundo laboral en Francia o a los nacionalismos que renacen vigorosamente. Algo, sin embargo, debemos retener: Occidente y sus pensadores ya no parecen capaces de reorientar el rumbo. Todo ello no puede entenderse como casual, no se produce en China ni en otros países asiáticos. Aquel supuesto de la «decadencia de Occidente», que sostenía Oswald Spengler en su influyente libro (1918-1923) con su amplio despliegue de civilizaciones cobra actualidad, aunque en otros sentidos. Occidente se rindió a la falacia de la globalización y ahora pretende dar marcha atrás en su historia. Ni siquiera la «invención» de Europa, limitada al manejo del euro, resulta eficaz. No hemos superado todavía las dudas ideológicas que planteó la Ilustración y ya no vale el presupuesto marxista de dos pasos adelante y uno atrás. Porque no dejaba de ser otra falacia. La de un progresismo al que nos hemos visto obligados a renunciar. Los avances tecnológicos deslumbran y transforman nuestras vidas y nuestras mentes.

De hecho, nunca logramos abandonar el Romanticismo, nunca dejamos de ser individualistas, ni tampoco olvidamos los sueños colectivos de una sociedad más justa, ya fuera comunista o anarquista. El peligro de los sueños lo advirtió Francisco de Goya en sus «Caprichos»: «El sueño de la Razón produce monstruos» (1799). El gran conflicto contemporáneo se planteó en el momento que el irracionalismo filosófico venció a la razón, y ésta dejó de ser el referente del ser humano, abriéndose paso la turbulencia de sentimientos teñidos de imposibilidad. No se ha logrado derrotar a los fanatismos ideológicos que rebrotan, pujantes, por doquier. La vuelta de los nacionalismos en la civilizada Europa no deja de ser el fruto amargo de aquella contradicción fundamental que nunca resolvimos. Los movimientos juveniles en la década de los 60, del hipismo californiano al mayo francés, pretendieron resolver los conflictos del mundo moderno a golpe revolucionario. Más tarde se llenarían las plazas de Madrid o Barcelona. Los jóvenes del mundo se aliaron y estimaron que lograrían sus objetivos rechazando el diálogo con la historia. Simplemente, ésta debía ponerse de su lado. Trataron de anular a quienes lucharon antes que ellos sin aportar nuevas ideas que permitieran una salida a la dictadura franquista con el menor coste social posible. Pero los jóvenes descartan el posibilismo. El miedo de Spengler era el comunismo rampante; el de los jóvenes occidentales de hoy, encerrados en el minarete ensimismado del «yo» o del «nosotros», herederos de aquel romanticismo irracional, supone una exaltación de lo nuevo. Los nacionalismos se rebelan hoy, como ocurriera en los orígenes del s. XIX, contra generaciones anteriores a las que consideran, no sin razón, pactistas. Es el mismo desprecio al filisteísmo burgués de los románticos. Pero cualquier convivencia humana exige y es consecuencia de muchos pactos. Lo que los ilustrados pretendieron con sus ideas fue precisamente defender la razón, pero en su seno creció asimismo el terror y hoy podemos advertir nuevas expresiones de aquel huevo de la serpiente romántica que todavía nos oprime.

Los sueños que caracterizaron el alma romántica pueden convertirse en pesadillas. El irracionalismo rampante a día de hoy en Occidente no deja de ser un residuo tóxico de lo que fue en su tiempo histórico un movimiento liberador. Los movimientos sociales que encarnaron el idealismo y las deseables expectativas de mejorar las condiciones sociales no sólo transformaron el paso de una sociedad rural a otra industrial, en la que algunos todavía nos forjamos, sino que condujeron a las peores aberraciones nacionalistas: las guerras mundiales. El ideal anarquista, por su lado, no dudó en adoptar la violencia y el comunismo, por el suyo, transformó un país que no había logrado superar sus vicios medievales, en una política de exterminio. Se mantiene incólume el capitalismo que, con todas las injusticias aceptadas por él mismo sin remilgos, no tiene en estos momentos alternativas a la vista. La socialdemocracia, a mitad de camino entre el sueño social justiciero y el sistema – como arquitrabe lo designaba Gil de Biedma, que tan bien lo conocía por dentro–, anda de fracaso en fracaso. Porque el alma romántica no entiende de estados intermedios. En esta situación de corazones acelerados e indeseados extremismos los matices no encuentran su lugar. Al otro, que advertimos ajeno, lo transformamos de extraño en adversario y, con algo de esfuerzo, en enemigo. Pero lo hacemos con proclamas entusiastas y una alegría irresponsable. Como dice Sloterdijk, la pregunta melancólica que deberíamos hacernos es cómo los seres humanos se embrujan a sí mismos con frases y discursos para, bajo grandes ideales, cometer los actos más disparatados y violentos. Ciertamente el aliento de las revoluciones no nos habría seducido, como lo ha hecho, de no mostrar un lado agradable y hasta festivo: una retórica perversa que no sabemos cómo frenar.