Joaquín Marco
Trenes vigilados
Estos trenes fantasmales, ante el 1-O, andan repletos de viajeros y la catástrofe puede producir heridos de cierta gravedad. Hay quienes lo esperan para levantar sobre sus escombros una estratégica estación de reposo
Nadie duda ya que el «problema de Cataluña» no es sólo un conflicto territorial, parte de un proceso histórico que se arrastra desde el siglo XIX (auge de los nacionalismos), sino que puede retrotraerse hasta situaciones más remotas: el conflicto dinástico entre Austrias y Borbones, a la endeble consolidación entre Castilla y Aragón, Isabel y Fernando el Católico (modelo de «El Príncipe» de Maquiavelo), o tal vez hasta las relaciones condales catalano-aragonesas. Caló hace decenios la celebración de un milenario catalán simbolizado en Montserrat. En la Europa de la Unión con sus defectos (que son tantos), el problema territorial de Cataluña constituye poco más que las molestias de una piedrecita en el zapato. Europa observa con mayor inquietud el conflicto de Rusia con Ucrania, el irredento problema de Chipre, la equívoca andadura de Turquía, los problemas de un Oriente Medio en llamas (de los que Europa no puede desentenderse), las migraciones y cómo aliviarlas, el crecimiento de la extrema derecha en países que fueron en otra etapa, fieles súbditos de la URSS, la incógnita del Brexit o la aparición en el horizonte del excéntrico millonario Donald S. Trump, convertido en tronante mago y ordenador del mundo. En toda esta serie de conflictos más o menos abiertos –y más que no enumero– que subyacen entre las diplomáticas sonrisas de los dirigentes europeos, cada quien más centrista, el problema catalán, aunque el gobierno de la Generalitat pretenda aflorarlo, sigue pasando un tanto desapercibido. Pero para España no deja de constituir un doloroso telón de Aquiles. Independentistas y unionistas (como se les designa ahora) han elegido una imagen de trenes y su circulación, brotada de una mentalidad infantil que debería hacernos reflexionar. El día 1 de octubre, tras unas vacaciones a las que se han lanzado con alegría inusitada ciudadanos y gobernantes (éstos, con reparos), debería producirse, según se nos ha reiterado, un choque de trenes. A los niños –y a muchos padres– les divertía jugar, tras montar el complejo sistema de vías, puentes y desvíos, con los trenes de salón, que circulaban gracias a una monitarización eléctrica. Nada impedía hacer circular dos trenes por una misma vía en sentido opuesto: el resultado era divertido y previsible, aunque el choque, incruento. Todo esto sucedía antes de la aparición de otras catástrofes controladas en las tablets u ordenadores. El President Puigdemont, que seguramente practicó este juego de trenes en su casa o en la de una burguesía que podía permitírselo, entiende que, tras el día 1-O, uno de los trenes en liza podría quedar en vía muerta. Se supone que será el que lleve la banderola española y no el catalán, que seguirá un camino desconocido y sin traba. De hecho, una y otra parte han aceptado que el conflicto entre Cataluña y España, entre jueces teóricamente imparciales y autoridades catalanas, partidarias sin disimulo del independentismo, se parece a la circulación ferroviaria. Los trenes podrían chocar ante la indiferencia del resto de Europa que juega a otra cosa, ignorando que, de producirse, cualquier choque sugiere catástrofe inevitable. La circulación de los trenes por la misma vía sólo puede detenerlo, a ojos del Gobierno, un Tribunal Constitucional entendido como guardagujas. Apenas a dos meses vista, el niño-ciudadano que participa de algún modo en el juego, se pregunta si antes hubieran podido tomarse las medidas adecuadas para que no resultara inevitable y quiénes van a resultar más perjudicados del encontronazo. Sin duda alguna, los que menos tienen que ver con su organización. Es posible que el 1-O, dícese referéndum, no haya catástrofe alguna, según augura una y otra vez un incansable Mariano Rajoy de vacaciones, quien controla el diseño de vías. Sin embargo, el otro partícipe muestra el máximo interés en que se produzca un grave encontronazo del que nadie lograría salir indemne. Porque estos trenes fantasmales andan repletos de viajeros y la catástrofe puede producir heridos de cierta gravedad. Hay quienes lo esperan para levantar sobre sus escombros una estratégica estación de reposo. Pero esta posibilidad apenas si se contempla o nada sabemos de las intenciones de quienes vigilan atentamente los trenes, su velocidad y hasta los tiempos en los que se detendrán o se producirá la catástrofe. Por el momento, jugadores y árbitro simplemente amagan y éste controla los cambios de marcha. Los materiales son verbales, legislativos. Pero algunos términos van intensificando su contenido y su peligrosidad retumba en los oídos viajeros, algunos de los cuales nunca pretendieron adquirir billete en tan complejo como insensato viaje. Surgen términos como sedición, que tanto recuerda a etapas que creímos superadas. Las reglas de este peligroso juego de mayores deberían marcarlas la política, arte de convivir entre humanos de distinta idiosincrasia, aunque según asegura uno de los jugadores existen otras vías todavía desapercibidas. La estación central parece también evanescente y los jugadores y el personal que atiende el buen funcionamiento del conjunto podrían imaginar qué ocurrirá si se produce este choque o si no se produce. Creemos que nuestra clase política, que tan mal organizó todo lo que ya parece imparable, debería calcular qué convendrá hacer en el instante, sea cruce, choque o trenes aparentemente detenidos. ¿Alguien ha reservado habitaciones suficientes en sanatorios mentales para los sufridos, temerosos e inconscientes turistas catalanes que durante estos días disfrutan en playas y pueblos de montaña?
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