Joaquín Marco
Pensar y sentir
Las extrañas elecciones celebradas el pasado día 21 en Cataluña pueden haber sumido en la perplejidad a catalanes y españoles, aunque la mitad de los catalanes eligieran por activa o pasiva seguir siendo todavía españoles. Al margen de cualquier teoría combinatoria, práctica represiva o solución política que acabe arbitrándose lo que subyace bajo la apariencia y las dos mitades radica en el eterno conflicto entre pensar y sentir. Resulta muy difícil sentir pensando o pensar sintiendo. La emoción arrastra el irracionalismo que llevamos todos en las entrañas, de forma inconsciente tan a menudo. Las dos Cataluñas y la multitud de combinatorias Españas o Europas que podríamos forjar están librando un duro combate en tierra de las cuatro barras y ahora también en el nuevo ámbito de la «estelada». La proliferación de banderas que estuvimos viviendo: al aire, en mástiles, en balcones o en encrucijadas de caminos constituye la afirmación plástica de un sentimiento tradicional. Las fronteras catalanas como la mayor parte son artificiales. Entre Cataluña y Aragón, al margen de lazos históricos comunes, se encuentran los pueblos de la Franja, con su catalán peculiar, que forman parte de Aragón. Son tierras permeables, como otras que constituyen los límites valencianos. Pero la Cataluña histórica, cuyos núcleos fundamentales son Vic y más recientemente la Gerona galdosiana, que resistió ante los franceses, cultiva ruinas griegas, el acueducto romano tarraconense o las poblaciones ibéricas de Ullastret como origen mítico de un pueblo diferenciado, orgulloso de su historia, de sus tradiciones: se ha olvidado la sardana antifranquista en tanto que levanta heroicamente «castells» humanos. Acentuar diferencias activa la sentimentalidad. Casi dos millones de catalanes llevan ya, de momento, las cuatro barras en su corazón y observan su pasado y presente como un combate entre el Bien y el Mal, sin matices. Son también gente de «seny», pero les arrastra una «rauxa» inamovible, que se incrementa cuando consideran que se les agrede.
La otra mitad de Cataluña parece menos visceral a simple vista, aunque sea todavía más compleja. Catalanes que se sienten españoles defienden con escaso éxito sus raíces. El experimento del mago Jordi Pujol, que votó tan sonriente en las elecciones por su partido, que cambia de nombre una y otra vez al tiempo que se radicaliza, triunfó por escaso margen frente aquella Esquerra Republicana de Companys y Tarradellas, que antes fuera su pesadilla. Provoca con ritmo acelerado el independentismo juvenil. A todo ello hay que sumar el desdén o el tancredismo de un Gobierno que no supo o quiso evitar lo que acaba de caérsele encima: dos millones de airados ciudadanos que desearían convertirse en extranjeros. En la Cataluña de hoy desaparecieron como por ensalmo las diferencias sociales, la derecha y la izquierda; los ricos y los pobres. Poco importa que huyan despavoridas las empresas, disminuya el turismo, se haya entrado en una clara decadencia socio-económica (y la que vendrá). Los catalanes con pedigrí acentúan un masoquismo irredento. Alguno de sus ídolos políticos sigue en las mazmorras. Otros viven un exilio que ya hubieran deseado los republicanos de antaño, tras la guerra incivil. Cualquier argumento parece inútil, porque un resto de catalanes rebusca entre las ruinas aquellos puentes que ya no existen y hasta arquitectos hoy todavía ignorados. Los tejidos de ambos bandos resultan impenetrables. Se tardará mucho tiempo, tras generaciones de desencantos, descubrir Icaria, la Cataluña ideal, la que tal vez pudiera existir o nacerá cuando los nietos gocen ya de tupidas barbas.
Deberíamos preguntarnos qué pecados colectivos cometimos para llegar a esta división que nos aleja de familiares próximos, amigos y conocidos y cómo hemos conseguido sortear tanto la realidad, inscritos en otra virtual, desde la que pretenden llevarnos, como rebaño, al redil de los Buenos, como si hubiéramos elegido el lado oscuro. Nadie podía imaginar que llegara a complicarse tanto la vida en ese, hasta hace poco tiempo, oasis catalán, en el que sesteaban tan a gusto los mismos que ahora tanto se desmelenan. Ni en las tragedias griegas, ni en los vaudevilles del pasado siglo, se producían situaciones tan complejas, tan extrañas situaciones de colectividades que considerábamos propias y no más desequilibradas que las que conviven en el resto de la Europa de nuestros anhelos. El ex-presidente o presidente mártir, desde exilio y plasma, logró ganar las elecciones con un partido formado de aluvión en escasos meses y sin otro programa que la hueca república catalana ya proclamada. El vicepresidente y, a la vez, presidente del otro partido independentista se encontraba en la cárcel, junto a los dirigentes de las protestas callejeras de los pasados años. Como Júpiter, apareció un 155 que atronó el espacio y decretó, por si no fuera poco, el control político del gobierno tras una gestión policial harto discutible, aunque bien explotada por quienes parecen capaces de sumar. Una cierta serenidad socialdemócrata, en tiempos de convulsión, de nada sirve ni aquí ni en el resto de Europa. Y por no faltar, también los podemitas flaquean, pese a mostrar la llave que hubiera podido cerrar el sepulcro del Cid. Este desbarajuste carece de consistencia, aunque a estas horas parece camino sin salida. Hay un par de millones de catalanes que demostraron su consistencia. Recibieron el espaldarazo de las urnas que, según dicen, resulta infalible. Habrá que ver quién saca primero los conejos de su chistera si los hay. La razón desapareció con la realidad. Convendría retroceder del Romanticismo a las Luces. Ahora, se inicia el «Procès.2»: el eterno retorno.
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