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Historia

Joaquín Marco

Decadencia y minorías

Algo debe suceder para que, a estas alturas de nuestra reiterada sucesión de fracasos, nos veamos envueltos de nuevo en un pesimismo público más radical todavía del que sufre el resto de los países europeos e incluso la potencia dominante: EEUU

La Razón La Razón

Otro fantasma recorre Europa y Occidente, aunque no se trata ahora de una utopía social e igualitaria: cabría denominarlo pesimismo. Tampoco es el shopenhaueriano, del que bebió, a fines del siglo XIX, alguna minoría. Parece como si las congregaciones masivas, que ahora observamos no sin sorpresa en y por determinada Cataluña, hayan dado al traste con el afán orteguiano de la minoría. Nuestros políticos podrían formar parte de ellas, aunque dada su escasa entidad y dominio de las ideas, parecen ajenos. El 23 de marzo de 1914, en su tan celebrada intervención, «Vieja y nueva Política», Ortega y Gasset anunciaba el fin de la Restauración, largo período de la historia española caracterizado, entre otros fenómenos sociales, por la alternancia política y la corrupción. Contra ella había alzado la voz la generación anterior, la del 98, pero su radical pesimismo le impidió trazar los parámetros de un futuro ilusionante. Volvamos a las palabras de Ortega que, lamentablemente, suenan tan adecuadas a nuestros días: «Porque lo que representa España, a diferencia de los demás pueblos actuales de Europa, es ser el pueblo en que no han fracasado estos o los otros hombres, estas o las otras instituciones, sino algo más hondo; es que en nuestra historia tenemos como un rompimiento de la eficacia de los principios más íntimos e inalienables del pueblo, de la tradición; en España, pues, es donde (aun aparte de cuestiones de ética y de derecho) el tradicionalismo no puede ser nunca un punto de partida para la política». Y el signo que adivina tras ello lo define como incompetencia. ¿No será, tras tantas vicisitudes como han pasado los pueblos de esta España que pretende resarcirse de un siglo XVIII incapaz y de un XIX corrupto y divisorio, de una República –que algunos entendieron como salvación– , de una guerra incivil, una dictadura y otra Restauración, el retorno a un pasado con el que nunca se identificó?

Algo debe suceder para que, a estas alturas de nuestra reiterada sucesión de fracasos, nos veamos envueltos de nuevo en un pesimismo público más radical todavía del que sufre el resto de los países europeos e incluso la potencia dominante: EE.UU. Ortega concluía que nuestro signo era el de la incompetencia. Cierto es que buena parte de nuestros científicos de diverso signo se cobijan en universidades extranjeras, que nuestro pensamiento no brilla, ni por su originalidad ni por una suficiente información. Lamentamos permanentemente la escasa inversión en Educación (también en la Cataluña empeñada en mostrar soluciones que la alejan de su auténtica tradición histórica: el «seny» frente a la «rauxa», como ya observara Vicens Vives). Cualquier político cuerdo del signo que sea admite sin excusas que el principal problema que sufre esta infeliz nación nace ya en los diversos escalones de la enseñanza, desde una preescolar casi inexistente –que hace tambalear cualquier esfuerzo para que la mujer ocupe el lugar que le corresponde– hasta una Universidad empobrecida y no sólo por la crisis pasada o presente, según perspectiva. Cabe admitir que las minorías dirigentes: económica, intelectual (en sentido genérico), eclesial, militar, sindical y cuantos tejidos las entrelazan hasta lograr un corpus, nunca han pasado –salvo excepciones individuales– de la dorada mediocridad que nos rodea, de la escasa solidez ideológica, a la sombra de una Europa que ahora también se tantea la ropa sin descubrir sus verdaderas heridas. Ni el pensamiento alemán fecunda, ni a los británicos se les ocurre algo más que poner pies en polvorosa hasta convertirse en «hooligans» de sí mismos, ni Francia constituye ya el paraíso ideológico de antaño. Pero el pesimismo nunca fructifica. Resulta signo de fracaso, como lo fue, pese a todo, aquella primera Restauración de partidos turnantes. Nuestra tecnología ha avanzado mucho, no así el pensamiento y como titularía otro pesimista, Pío Baroja: «el mundo es ansí».

Un movimiento de cierta entidad se cruzó en nuestro pasado: el regeneracionismo. También en Cataluña, cuando construir las bases del país fue dar vida a la Biblioteca de Cataluña, traducir los clásicos grecolatinos o fundar un Museo imprescindible. Eran las bases que en Francia o en otros países sustentaron la revolución burguesa, a fines del siglo XVIII (cuando perdimos el tren) y más tarde en la revolución industrial (todavía seguimos a remolque). No podemos inspirarnos en la tradición por antañona. Responde a la alegría de hace pocos días del pueblo llano de Sijena tras la recuperación de unas piezas de arte de escaso valor, que vendieron irregularmente monjas alentadas por el espíritu crematístico que caracteriza parte de la Iglesia española, responsable de la apropiación de bienes ajenos. Los españoles parecemos incapaces de atisbar ideas colectivas de renovación, programas que entusiasmen. Nuestro mejor ejercicio sigue siendo el victimismo de unos y de otros, en un país mal cosido que, si vuelve la vista atrás, se convierte en estatua de sal. Cómo vencer este pesimismo casi tradicional sería el papel de unas minorías casi inexistentes que otorgaran confianza: una regeneración moral e intelectual, de la que formó parte en su juventud el mismo Ortega. No vale engañarse: todo comienza en la educación, en mejorar no sólo el sistema, sino los maestros (que no profesores), su preparación, aliciente e interés. Es cosa de generaciones, pero en algún momento habría que empezar. Alguna minoría silenciada existe, alienta, se muestra. Debería concedérsele la palabra y alejarla de cualquier eslogan simplificador. De ella deberían partir ya nuevas ideas.