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El bisturí
Todos llevamos un trocito del Congo
Lejos de ser motivo de alegría y prosperidad, tal exuberancia de esas y otras muchas materias primas ha sido la verdadera causa del desastre del país
En su magna obra «Congo, una historia épica», traducida a más de 20 idiomas, David Van Reybrouck, uno de los mejores escritores europeos de no ficción, da cuenta de un detalle trascendental que solo por mero egoísmo debería empujarnos a estar muy pendientes de los cruentos sucesos que salpican de nuevo de sangre este país africano: todos llevamos un trocito de él con nosotros. Llevamos, por ejemplo, parte del Congo cuando cogemos el móvil, cuando escribimos en un portátil y cuando encendemos un lector de DVD, un MP3 o una videoconsola. También cuando nos implantan una prótesis. El coltán, imprescindible para el funcionamiento de todos estos equipos médicos y de consumo, procede de esa nación sobre la que el rey belga Leopoldo II puso pronto sus miras imperialistas.
El Congo cuenta con alrededor de un 80% de las reservas mundiales de este mineral, al que se conoce también como el «oro negro», y que está compuesto por niobio y tantalio, dos elementos contiguos en la tabla de Mendeléyev, pero lejos de beneficiarse de esta riqueza, ha vuelto a convertirse en víctima de la misma, como lo fue en el pasado por culpa del estaño con el que se fabrican las latas de conservas, del cobre imprescindible para la industria armamentística o las líneas telefónicas, del cobalto para la industria automovilística, del marfil procedente de los elefantes, del caucho con el que se producen los neumáticos o de los diamantes. Lejos de ser motivo de alegría y prosperidad, tal exuberancia de esas y otras muchas materias primas ha sido la verdadera causa del desastre del país, sumido en la opresión generada por la explotación europea, por la estulticia y la codicia de los dirigentes autóctonos que llegaron después al poder, por la rapiña de las naciones vecinas empezando por la siempre bélica Ruanda y por la actitud pasiva del llamado primer mundo, que sobrevuela sus frondosas selvas y su sabana cual ave de rapiña en espera de hacerse con todos los despojos posibles.
El Congo es la historia de la desesperación y el infierno permanente de sus habitantes y de la doble vara de medir de los países que tratan de engullirlo, actuando a veces sobre el terreno y otras mirando para otro lado. Los que quieran una aproximación a él revisen la historia de los primeros libertadores africanos, Kwame Nkrumah en Ghana y Patrice Lumumba en el propio Congo, después de años de expolio europeo. Lean las crónicas sobre los 32 años en el poder del sátrapa Mobutu tras su golpe de estado en 1965, quien se hizo construir una ciudad en medio de la selva con una catedral, una aldea con pagoda y chinos importados y una casa de 15.000 metros cuadrados con puertas de caoba de siete metros y paredes cubiertas con mármol de Carrara. Y también las del no menos tiránico Laurent-Désiré Kabila. Relean además todo lo que puedan sobre las dos grandes guerras que ya sufrió el país entre 1996 y 2003, y que dejaron cinco millones de muertos. Y por supuesto, recuerden el genocidio ruandés de 1994 perpetrado por hutus radicales y que causó entonces un desplazamiento de población sin precedentes en el país vecino. Ruanda, gobernada hoy por los tutsis, está detrás del movimiento M23, la guerrilla que se enfrenta al Gobierno del Congo y que ha tomado la ciudad de Goma, sembrando el terror. El control del coltán está de nuevo detrás de esta masacre ante la que la comunidad internacional permanece impasible.
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