
El buen salvaje
«Tardes de soledad» no está a favor de los toros sino del arte
Al dejar la cámara allí, Serra asiste a uno de los ritos más indescifrables de la historia de la humanidad
Hasta ahora, lo que más se había acercado al hecho místico del toreo era la poesía; tan difícil es explicarlo: «El toro es noche cerrada, para morirse de todo, cierra la boca y se calla», escribió Bergamín. Albert Serra, un artista catalán, ha superado al fin la edad de plata y el vellocino de oro. Ha pasado a otra pantalla, después de que un día Picasso divisara al minotauro. Ha llegado Serra para interpretar el auto más español y para avanzar en el arte que ya desembocaba en sangre gastada. Su película «Tardes de soledad» se puede ver en los cines, aunque no es el cine al que estamos acostumbrados. He visto la muerte como nunca hasta ahora, la de un toro, aunque podría ser también la de un torero, pero no fue así, aunque casi, nunca se sabe. Igual Serra paró de rodar justo antes de que fuera la cámara la que matara al maestro, al yonqui, como en «Arrebato».
Al torero le parece, cuando termina una faena, que es imposible seguir vivo después de enfrentarse a tamaño animal, después de que lo haya revolcado por el albero. El torero, aquí un estupendo Roca Rey, toreando, cree que es un milagro volver con su cuadrilla tranquilamente al hotel.
Leerá usted a taurinos y antitaurinos debatir sobre si esta película-experimento está a favor o en contra, como si eso fuera lo más importante. Ahora, si no hay un debate polarizador no se es digno de salir en «prime time». Que Albert Serrra haya dejado a unas cámaras digitales rodar lo que ve no es sinónimo de equidistancia. Al dejar la cámara allí, Serra asiste a uno de los ritos más indescifrables de la historia de la humanidad. Hasta ahora nos habíamos quedado en el lomo. Ha sido la técnica. Y su arte.
«Tardes de soledad» no provocaba tanta emoción desde el descubrimiento del Juan Belmonte de Chaves Nogales. Picasso ya es un aficionado más que vio los toros desde la barrera junto a la aristocracia de los Dominguín; Lorca, el poeta que alababa a los toreros guapos y Hemingway, el hombre que tenía envidia del macho. Albert Serra, al captar la lágrima del toro, entra en el misterio pero no lo descifra porque es imposible y porque no era eso lo que pretendía, ni siquiera hacer una película. Serra entró a matar y salió vivo. Es el que merece la vuelta al ruedo. Se ha enfrentado a la muerte de un mito para resucitarlo a su manera. Los que quieran llorar por los animales, que vean documentales de Netflix sobre las granjas de pollos y que despidan a los cerdos. Esta no es su película.
✕
Accede a tu cuenta para comentar