Tribuna
Los misterios también son cultura
Tablas llegadas de Amberes, relicarios de oro y plata, marfiles y tapices iban quedando atrás mientras nos acercábamos a una pequeña capilla practicada en la pared...
Burgos se prepara estos días para defender su candidatura a Capital Europea de la Cultura en 2031. El equipo que la impulsa frente a Córdoba o Jerez, ha tomado el término «renacimiento» por bandera para subrayar no solo el enorme patrimonio renacentista que alberga la ciudad –como su espléndida catedral o los tesoros del cercano monasterio de las Huelgas–, sino también para reivindicar que Burgos vive en estos momentos un renacer sin precedentes. Buena parte del «milagro» se debe al Museo de la Evolución, quizá el mejor punto de encuentro posible para los apasionados de la paleoantropología, inaugurado en 2010, y que centraliza la divulgación de cuanto lleva desenterrándose en los yacimientos de la Sierra de Atapuerca.
Antes de acabar el verano, junto a Juan Luis Arsuaga, visité su hoy universal Sima de los Huesos. Lo hice con un grupo de comunicadores y artistas que querían ver de cerca las maravillas sobre las que se levanta la candidatura. Visitamos restaurantes en los que se organizan catas de «arqueogastronomía» que recuperan menús extintos hace siglos, nos maravillamos con las cerezas de Las Caderechas mientras un Arsuaga divertido las comparaba con un orgasmo, y no dejamos de buscar por el rabillo del ojo la imprenta en la que se compuso la primera edición de La Celestina, en pleno centro. Yo, como hago siempre, fui anotando franciscanamente cada escala, aguardando que en alguna saltara un misterio digno de incorporar a eso que desde hace años vengo en llamar la España extraña.
Dentro la catedral de Santa María volví a encontrarme con el Papamoscas, ese curioso autómata del siglo XVI que se asoma a una de sus arquivoltas para dar las horas. Su ingenioso mecanismo recuerda que nuestros antepasados soñaron con robots desde, al menos, los tiempos del gigante de bronce Talos que patrullaba Creta hace ya tres mil años. Me maravilló descubrir el mapping que acababan de instalar en la capilla de Sebastiano del Piombo y que hoy forma parte de una visita nocturna del templo. Y allí, de pie en la penumbra, junto a don Agustín Burgos –su canónigo desde 2020–, recordé uno de esos misterios que me había prometido investigar algún día.
«Quizá usted no lo sepa», murmuró reconociéndome, «pero en esta casa guardamos un curioso vínculo con la tumba de los Reyes Magos». Miré a don Agustín reprochándome mi mala memoria. «¿Se refiere usted a la que se venera en la catedral de Colonia?». Y el religioso, entre imagen e imagen proyectada contra la pared, asintió. «¿Quiere verla?».
Nos citamos al día siguiente. Me recibió en la puerta del Sarmental y me condujo directo al museo catedralicio. Tablas llegadas de Amberes, relicarios de oro y plata, marfiles y tapices iban quedando atrás mientras nos acercábamos a una pequeña capilla practicada en la pared, policromada, en la que un anciano se humillaba a los pies de la Sagrada Familia ante la atenta mirada de dos hombres coronados. Un san José sostenía en la mano uno de los presentes que le acababan de entregar: un copón dorado, más parecido al Grial que a un cuenco de incienso. «¿Qué?», señaló don Agustín. «¿Lo ve?». Bajo la escena, un texto explicaba que aquello era una tumba, y presumía de que el padre del difunto «a su costa hizo en la ciudad de Colonia, en Alemania, la capilla, bultos y reja donde están sepultados los propios cuerpos de los gloriosos tres Reyes Magos en la iglesia principal de la ciudad».
El conjunto protegía los sepulcros de un hombre y una mujer. «Son Lesmes de Astudillo y su esposa», me aclara al instante el canónigo. «Se hicieron ricos con los tratos de la lana en Flandes, Italia, Alemania y las Indias, e invirtieron una auténtica fortuna en proteger las reliquias de los Magos». Garabateé aquellos datos sin cuestionar palabra, y acribillé a preguntas a mi generoso acompañante. Un poco más tarde, en cuanto pude, eché un vistazo al archivo digital que siempre llevo conmigo. No tardé en dar en mi «disco duro de pistas» con un trabajo de Hilario Casado, académico de la Universidad de Valladolid, en el que se lamentaba de la falta de evidencias documentales que probaran una financiación tan particular. Pero también di con una colección de fotografías de la reja alemana que protege los supuestos huesos de los Reyes Magos. Y en ellas podía verse con claridad el mismo escudo cuartelado que acababa de encontrar en la tumba de Burgos: dos castillos dorados en gules junto a dos árboles de sinople con sendos lobos a los pies.
«¿Necesita más pruebas?», sonríe divertido don Agustín. «Quizá la mayor sea que los descendientes de los Astudillo bautizaron a menudo a sus hijos como Melchor, Gaspar o Baltasar, en recuerdo de su mágico protectorado».
Barrunto todo aquello durante los dos días que paso en la ciudad con la comisión que organiza su capitalidad europea, y me pregunto qué pasaría si, por una vez, en lugar de aferrarnos solo a lo tangible –a la catedral o a los yacimientos de Atapuerca, a la Cartuja de Miraflores o a su Plaza Mayor– sumáramos a la imagen de Burgos esta historia que tanto la vincula al corazón de Europa y que desprende ese aroma a mito y misterio por explorar que me embarga en cada rincón de España. Eso también es –y quizá por excelencia– cultura europea. Y yo, claro, no me canso de explorarla.
Javier Sierra es premio Planeta de novela y coautor de «La España extraña».
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