Quisicosas

Y tú más

Hay señales alarmantes en el horizonte, pero somos como el bisabuelo Otto, incapaces de leerlas

El bisabuelo Otto siempre tuvo mala cabeza. A menudo la historia de las familias es esta interesante mezcla de burguesía irresponsable y gente sencilla con sentido común. La bisabuela Sofía se había hecho a sí misma –y eso son palabras mayores a finales del siglo XIX–. Estudió cocina en Francia y entró de jefa de mesa del canciller Bismarck, con el que tomaba una copita al término de las colaciones. Aún así, a la familia no le gustó su matrimonio y ambos, Otto y Sofía, tuvieron que dejar la ciudad natal, la muy convencional Lübeck, que tan bien describió Thomas Mann en «Los Buddenbrook» e instalarse en Hamburgo, naviera y bastante más anónima. Del oro de la herencia quedó un resto que mi bisabuela sugirió invertir en un inmueble de pisos. El bisabuelo, sin embargo, se creyó la propaganda de la república del Weimar y convirtió todo en papel moneda, que en seguida terminó llenando carretillas y se redujo a nada con la inflación. Fue la ruina. Lo demás lo saben los lectores: el nazismo y el sueño de toda una nación –apremiada por el desempleo, los pagos de guerra y la propaganda contra los judíos– de una Alemania saneada y blanca.

Hay señales alarmantes en el horizonte, pero somos como el bisabuelo Otto, incapaces de leerlas. Cosas tan serias como el partido socialista francés o el alemán están siendo arrasados. Hay nuevas ultraizquierdas reventando las calles en nombre del egoísmo (Sahra Wagenknecht, Melenchon). Países enteros tienen dificultades para armar gobiernos y sostenerlos (Bélgica, Francia, España, Alemania). Las redes están educando a las nuevas generaciones en la indiferencia hacia el parlamentarismo y en París es prohibitivo vivir porque, o pagas la almendra central a precios de infarto o te metes en los suburbios, el banlieu donde la inmigración ha dado lugar al gueto.

Los problemas están delante de nuestras narices, pero seguimos creyendo la propaganda del Weimar. Tenemos que aprender a convivir con millones de personas nuevas y distintas, que vienen de la miseria, y es preciso un sistema educativo que nos dé las razones para existir y trabajar. En cambio, por ejemplo en España, se negocia la pervivencia del Gobierno con una minoría nacionalista y racista. El presidente se niega explicar la supuesta corrupción de su mujer y, a las preguntas de la oposición, contesta «y tú más». Cada silencio sobre Begoña Gómez, cada foto de Santos Cerdán en Ginebra, engordan un un escepticismo que nadie parece ver.

Ahí fuera hay una urgencia que requiere honestidad, trabajo intenso y bondad. En cambio, crecen el rencor, la distancia y la indiferencia. Estamos dejando correr entre los dedos el oro de Europa y olvidando que la casa, si no se construye sobre roca, se desbarata.