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Tribuna

De la Ilustración y su misoginia

Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas abundaron en este menosprecio, que reducía a la mujer a una condición absolutamente subordinada con respecto al varón e incluso dudaba de su capacidad para gobernarse por sí mismas

Cualquier persona medianamente culta debe poder identificar sin problemas los nombres de un abundante número de mujeres brillantes, cuyas aportaciones fueron fundamentales para entender la historia de España de los siglos XVI y XVII.

Comenzando por la incomparable Isabel de Trastámara, respetada admirada y amada como pocos gobernantes lo han sido. Y continuar con sus hijas, entre las que descolló Catalina de Aragón. También destacó su nieta, la emperatriz Isabel, leal y amorosa esposa de Carlos V al que sustituyó como gobernante de rara eficacia y reconocido don de gentes. Y su biznieta, Isabel Clara Eugenia, cuya perspicacia como consejera de su padre, el Rey prudente y su sabiduría en un puesto tan difícil como lo era el gobierno del Flandes de las picas le granjearon general respeto.

Luego están las personalidades universales, como Teresa de Jesús, la Santa de Ávila, considerada una de las figuras más señeras de la Iglesia universal o como Santa Rosa de Lima.

En el mundo de las artes tenemos a pintoras, como Sofonisba Anguissola, de nombre inolvidable, pintora de cámara en la Corte de Felipe II, o «La Roldana», Luisa Roldán, promocionada por la iglesia como escultora de talento que llegó a ser también artista de cámara con Carlos II. En la literatura brillaron, entre otras muchas, Sor Juana Inés de la Cruz, la gran poetisa mejicana y María de Zayas, una de las novelistas y dramaturgas más leídas del siglo de oro.

Luego otras muchas protagonistas de nuestra historia como Beatriz Galindo, Isabel de Bobadilla o la Duquesa de Éboli e incluso heroínas militares como Catalina de Erauso o Inés Suárez. Pero quizás, lo que puede parecer más insólito es la presencia de mujeres en las universidades españolas, incluso como catedráticas, que lo fueron Francisca de Nebrija y Luisa de Medrano.

Esta presencia desaparece abruptamente en el siglo XVIII. Nada hay comparable a esta floración de talentos femeninos en el tan elogiado siglo de la Ilustración. No es fácil encontrar en la memoria nombres de mujeres prestigiosas. Tan solo salvo reinas consortes y aristócratas de retrato goyesco. Existen, sin duda, diversos motivos para este fenómeno, pero probablemente influyó el carácter profundamente misógino de la Ilustración.

Todos los grandes intelectuales del periodo ilustrado se distinguieron por su tratamiento despectivo hacia la condición de las mujeres, revestido a veces con toques de paternalismo. Montesquieu escribió: «La mujer debe estar sometida y sujeta incondicionalmente a la figura masculina, el papel de cuidadoras en el ámbito doméstico para que los hombres puedan constituirse y perfeccionarse en el espacio privado y público».

Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas abundaron en este menosprecio, que reducía a la mujer a una condición absolutamente subordinada con respecto al varón e incluso dudaba de su capacidad para gobernarse por sí mismas.

En España se imitó este tratamiento dado al elemento femenino de la población, tanto por los ilustrados locales, como por las nuevas autoridades borbónicas. La influencia francesa se reflejó en el intento por parte de Felipe V, de imponer la «Lex Sálica» en sustitución de las normas sobre sucesión españolas. Como se sabe esta Ley impedía no solo el acceso de las mujeres a la corona, sino incluso su capacidad de transmitir derechos sucesorios a sus vástagos. La resistencia de las Cortes de Castilla a aceptar tal modificación obligó al nuevo rey a publicar una nueva norma sucesoria que «solo» impedía heredar la corona a las mujeres en el caso de existir, hermanos o sobrinos del monarca difunto.

Prácticamente todos los reverenciados prohombres de la ilustración española manifestaron similares actitudes en relación a las mujeres. Jovellanos, por ejemplo, se inclinó expresamente por la posición de que la mujer debía desempeñar sus funciones en el ámbito doméstico, mientras que las funciones públicas debían quedar en manos de los hombres.

El Código Civil napoleónico (1804), en el que se recogieron los principales avances sociales de la revolución, negó a las mujeres los derechos civiles reconocidos para los hombres (igualdad jurídica, derecho de propiedad...), e impuso unas leyes discriminatorias, según las cuales el hogar era definido como el ámbito exclusivo de la actuación femenina. Los misóginos preceptos del Código francés fueron rápidamente adoptados por sus imitadores, los liberales españoles.

Tuvo que llegar el periodo moderado, a partir de 1845, para que se tomara conciencia de la importancia de la educación de la mujer tanto para su formación personal como para el progreso general. La desaparición de las instituciones religiosas, impuesta por la desamortización, había supuesto un nuevo retroceso para la formación femenina.

La Iglesia Católica tuvo un papel decisivo en esta toma de conciencia. Desde principios de Siglo se habían ido creando en Francia institutos religiosos femeninos dedicados a la enseñanza y a la promoción social de las mujeres. En España este movimiento cobró impulso a partir de los años cuarenta y se reflejó en la creación de un número considerable de instituciones: Entre otras El Inmaculado Corazón, las Escolapias, la Anunziata, las Hermanas del Amor de Dios y las Adoratrices, estas últimas dedicadas especialmente a la dignificación de las prostitutas.

Se inició un camino, reforzado por la Ley Moyano de 1857, que instauró la creación de escuelas Normales femeninas, revirtiendo por fin el injusto retroceso que supusieron la Ilustración y la Revolución Francesa para las mujeres. Conviene que se conozcan estas cosas, porque es justo poner a cada cual en el sitio que merece.

Antonio Flores Lorenzoes ingeniero agrónomo, historiador y antiguo representante de España en la FAO.