Editorial

Honor y dignidad de un Rey ejemplar

Los Reyes hicieron suyo el dolor de los afligidos

Resulta casi imposible conservar una mínima serenidad cuando la destrucción y el dolor asola aquello que más quieres y sientes que los que debían proteger y socorrer tu mundo están fallando con tal estrépito que todo empieza a perder el sentido que tuvo en algún momento. Ponerse en la piel de los ciudadanos golpeados por una dana destructora de vida resulta inviable, porque ese nivel de desesperación, abatimiento y también de ira únicamente lo pueden padecer las víctimas en la zona cero de la pesadilla. Aproximarse a ellos sin embargo debería ser una obligación de todo servidor público, cueste lo que cueste. Quienes lo han perdido todo, incluso vidas o esperan la llamada de la muerte entre tantos desaparecidos, no aguardan ya buenas palabras de las autoridades, sino esos hechos que nunca acaban de llegar mientras el tiempo pasa rápido como una sentencia despiadada. Hechos que despejen de barro el presente y den cumplimiento a los derechos fundamentales que nos asisten como ciudadanos de esta nación. Cinco días después de la dana demasiados hogares, localidades, carecen de agua, alimentación, comunicaciones, fármacos en la Comunidad Valenciana arrasada por la climatología. En definitiva, de los servicios más esenciales. Nuestros compatriotas no pueden comprender, porque es inexplicable, que la cuarta economía de la zona euro se desempeñe como un estado fallido del tercer mundo, de esos que, solidariamente, nos han tendido una mano. No pueden ni deben aceptar que España disponga de medios y capacidades suficientes para enfrentar cualquier emergencia y no se encuentren sobre el terreno desde el primer día por burocracia, incompetencia y politiquería. Los síntomas empiezan a parecerse demasiado a lo que este país sufrió en la pandemia. Rememorar aquellos días es hacerlo sobre una de las peores gestiones políticas del mundo contra el covid bajo el mismo liderazgo, el de Pedro Sánchez, con el balance tétrico de decenas de miles de muertos. El mismo presidente que se deshizo del mando único que abrazó con el estado de alarma para que envuelto en la nefasta cogobernanza se diluyera su culpa entre las administraciones autonómicas. El rol subalterno en la hecatombe de hoy se torna gemelo a lo de entonces. Antes que enjuiciarlos, nos ha parecido de justicia contextualizar los altercados de ayer en Paiporta contra la comitiva oficial de los Reyes, el jefe del Ejecutivo y el presidente de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón. Y, aunque nunca podemos justificar la violencia en un estado de derecho, sí que estamos obligados a explicarla. En esas mismas calles convertidas en morgue se desbordó la amargura de un pueblo herido por la muerte convertido por unos instantes en turba incontrolada contra los que consideraba responsables de su drama personal y de tanta desgracia colectiva. En esos minutos de tensión, con insultos, agresiones y tumulto, la masa no hizo diferencias, no existió espacio ni lugar para los inocentes, pero sí formas diversas de afrontarlo, de ejemplarizar o no el deber de las instituciones y de manifestar la entereza y la serenidad de quienes las representan. Las imágenes de sus majestades fueron si cabe de las más duras y amargas de su reinado, pero su reacción resultó firme y empática incluso con los que vociferaban fuera de sí. Don Felipe y Doña Letizia hicieron suyo el dolor de los desesperados e incluso la cólera de los afligidos y enrabietados, puede que familiares o amigos de fallecidos. El cariño y la admiración que profesan los españoles a la Corona no ha sido un regalo, sino que se lo ha ganado en las buenas, pero singularmente en las malas. Hay honor y dignidad en nuestro Rey y debemos sentir el orgullo y el consuelo de que al menos la Jefatura del Estado se encuentre en las mejores, rectas e integras manos. Sánchez entendió, en cambio, que su prioridad era ponerse a salvo sin mirar atrás. Siempre hubo clases y siempre las habrá.