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El ambigú

España

La posición de España en un mundo en cambio deberían ser los temas que marcaran la agenda

España es la primera palabra de nuestra Constitución y la última en su disposición final. La Constitución le confiere al concepto España el estatuto de sujeto en cuanto expresa «se constituye…»; el constituyente fue sabio y no cedió a las presiones de los nacionalistas que pretendían sustituir el término por el de «Estado Español»; España como realidad antecede a la Carta Magna y la posibilita al constituirse, por mor de la voluntad del pueblo español (único dueño de España), en un estado social y democrático de derecho. Esta realidad es el resultado de siglos de historia en común, encuentros y desencuentros que han dado forma a una nación plural y diversa. Es muy triste y grave que se permita que en un momento en el que el mundo está experimentando profundas transformaciones geopolíticas y económicas, la política española gire en torno al conflicto en Cataluña y exacerbadas tensiones nacionalistas en el País Vasco. Mientras la comunidad internacional se enfrenta a desafíos cruciales, desde la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China por el control tecnológico y comercial hasta las tensiones en Taiwán o la disputa sobre Groenlandia, en España el foco sigue puesto en las negociaciones con Waterloo. En un escenario global donde Rusia amenaza la estabilidad con su belicismo y la Unión Europea trata de redefinir su papel en un mundo multipolar, la política gubernamental española sigue girando en torno a un problema que, si bien es importante, no puede monopolizar la agenda nacional. La relación entre Canadá y Estados Unidos actualiza la forma en la que las naciones pueden gestionar diferencias territoriales y comerciales, convirtiendo el problema quebequés en muy raquítico. Groenlandia, con su creciente importancia geoestratégica, es objeto de disputas entre grandes potencias, y mientras, España parece incapaz de superar la dialéctica independentista catalana, que impide abordar cuestiones mucho más urgentes y estratégicas. El mundo está entrando en una nueva era, en la que las economías se reconfiguran a través de guerras comerciales y disputas arancelarias. La inteligencia artificial y la ciberseguridad son los nuevos campos de batalla en la hegemonía mundial, y la OTAN redefine su estrategia ante una Rusia cada vez más agresiva. En este contexto, España debería estar posicionándose para afrontar estos desafíos, no atrapada en un debate que, por muy legítimo que sea, no puede convertirse en el único eje de su política nacional. Como decía José Ortega y Gasset: «España es el problema y Europa la solución». Esta reflexión, aunque formulada en otro tiempo, resuena hoy con la misma vigencia. Es irresponsable que el país siga sumido en una dinámica donde cada decisión gubernamental se negocia bajo la sombra de un problema regional, cuando hay retos que afectan a toda la ciudadanía y que requieren altura de miras. La política energética, la crisis demográfica, la revolución tecnológica, la seguridad internacional y la posición de España en un mundo en cambio deberían ser los temas que marcaran la agenda. Sin embargo, en lugar de esto, la política española parece reducida a un laberinto cuyo epicentro es Waterloo, y el culmen de esto sería regionalizar la inmigración. Manuel Azaña afirmó: «Nadie tiene el derecho de monopolizar el patriotismo» y yo añado que nadie puede secuestrar la democracia. La cita cobra especial sentido en el contexto actual, donde la política parece más preocupada por apropiarse de banderas y símbolos que por gestionar con responsabilidad el futuro de los ciudadanos. España es una nación con siglos de historia, con momentos de unidad y de fractura, pero siempre con la capacidad de mirar al futuro. Ha llegado la hora de salir del bucle y afrontar los desafíos reales de nuestro tiempo con responsabilidad y visión de Estado, no hay otra opción.