Barcelona
Por la unidad y el progreso
Si bien la manifestación de la Diada movilizó ayer a casi medio millón de personas, cifra apreciable pero muy alejada de las exageraciones de los organizadores, sería un grave error concluir que la gran mayoría de los catalanes son partidarios de la independencia y de separarse de España. Nada más falso. Lo cierto, lo real, lo que responde al sentir mayoritario de Cataluña no estuvo reflejado ayer en las calles de Barcelona, por más que los medios públicos de la Generalitat y de numerosos ayuntamientos gobernados por los nacionalistas se pusieran al servicio de los manifestantes, desde los miles de autocares que jalonaban las calles adyacentes a la Gran Vía barcelonesa, hasta los trenes fletados especialmente desde todos los puntos de Cataluña para crear un espejismo de masas que impida discernir cuál es la verdadera Cataluña. Pero aunque parezca paradójico, la opinión más extendida y compartida es la que expresaron, también ayer, en Tarragona los ciudadanos convocados por Societat Civil Catalana, sin otros medios que su voluntad de ser ciudadanos de pleno derecho en una Cataluña sin la que es imposible comprender la esencia de España. La una no es posible sin la otra, y ésta es inexplicable sin la primera. De ahí la relevancia moral que tuvo la concentración de Tarragona que, lejos de fomentar la división y de apropiarse de los símbolos de todo el pueblo, aboga por la unidad, la convivencia y el progreso bajo el amparo de la Constitución y profundamente garante de la libertad y los derechos de sus ciudadanos. Esa España moderna y abierta, ejemplo de democracia y tolerancia que, ayer, desde Viena, reivindicaba sin complejos Joan Punyet Miró al presentar la magna exposición de la obra de su abuelo, Joan Miró, catalán y español universal, que ayer inauguró la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. Joan Miró, si se quiere, como paradigma en este Día de Cataluña de lo que significa la Nación española, esfuerzo compartido desde los albores de los tiempos. Siempre choca la fantasía separatista con la realidad de esta vieja nación, la más antigua de Europa, y como tal percibida por el resto del mundo. En estos momentos de inquietud en la Unión Europea por el proceso de secesión de Escocia, cuando se multiplican desde dentro y fuera de las fronteras del Reino Unido los llamamientos a la unidad y las advertencias de las graves consecuencias que acarreará para todos los ciudadanos británicos, escoceses o no, el retorno a un pasado de reinos separados, se vuelve más nítida la percepción que en el mundo civilizado se tiene de lo absurdo e ilusorio del desafío separatista del nacionalismo catalán. Mientras la circunspección de las autoridades comunitarias ha sido la nota característica con que se ha seguido desde Bruselas el proceso escocés –sin comparación posible con Cataluña, como ayer reconocía el propio jefe del Gobierno nacionalista de Edimburgo, Alex Salmond–, la Unión Europea siempre ha dado por descontado el fracaso de la aventura emprendida hace ya dos años por el presidente de la Generalitat, Artur Mas, cuyos errores políticos, derivados de una equivocada interpretación de la realidad, le han llevado a ser rehén de la izquierda republicana radical. Así, no es casualidad que el ministro de Asuntos Exteriores de la República francesa, Laurent Fabius, se descolgara con unas declaraciones poco comunes en los usos diplomáticos, al asegurar que el Gobierno de Francia no reconocería un referéndum sobre la independencia de Cataluña si es contrario a la Constitución española. Es la misma postura reiterada por nuestros socios y aliados cada vez que se les ha planteado la cuestión. Y que difiere profundamente, como no podía ser de otra forma, de la posición ante el proceso escocés, donde Europa mantiene unas cautelas ante compromisos futuros que no guarda, como hemos señalado, en el caso español. Ayer, pues, se vivió una Diada marcada y monopolizada por el proyecto excluyente del separatismo, como vino a poner de manifiesto un incidente revelador de los efectos de la intolerancia y el sectarismo: un parlamentario autonómico elegido democráticamente, como Albert Rivera, tuvo que ser protegido por la Policía de las iras de una multitud al abandonar el set de televisión de laSexta en Barcelona. Esta violencia de persecución no es algo novedoso, pues ya los dirigentes del Partido Popular –y Alicia Sánchez-Camacho puede dar fe personalmente de lo que decimos– vienen sufriendo el hostigamiento de un separatismo pagado de soberbia y que se cree imbuido del derecho a decidir quién es catalán y quién no. El futuro, sin embargo, no transita por estos caminos de división y exclusión, sino por el respeto a los lazos profundos que familiar, cultural, social y económicamente ligan Cataluña a España desde hace siglos.