Caso Pujol
El poder divino de los Pujol
Todo empezó el 25 de julio de 2014, cuando el ex presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, reconoció en un comunicado que tenía dinero no declarado en cuentas en bancos extranjeros –en Andorra, sin ir más lejos–, producto de una herencia paterna, tal y como dispuso Florenci Pujol i Brugat. «Lamentablemente no se encontró nunca el momento adecuado para regularizar esta herencia, como sí han podido hacer el resto de personas que se encontraban en una situación similar en tres ocasiones excepcionales a lo largo de treinta años de vigencia del actual sistema tributario», admitió. Era un dinero dispuesto para cuando las cosas vinieran mal dadas en la carrera política del vástago y le pudiese servir de manutención a sus siete hijos y esposa. Políticamente, no le fue mal: gobernó en Cataluña durante 23 años, se erigió en incontestable «padre del catalanismo moderno», por este orden, y guía espiritual del nacionalismo. Pero aquel pecado venial propiciado por el celo de un padre hacia su hijo sólo había destapado un verdadero sistema de recaudación y de fraude continuado al fisco; un sistema que de inocente tiene poco y que responde a una estrategia muy trazada, propia de una organización criminal, según el informe de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (Udef), donde cuantifica el «beneficio económico no justificado» de los Pujol Ferrusola desde 1990 en sus cuentas de Andorra en 70,4 millones de euros. A la cabeza de la estructura delictiva se encontraba el primogénito de la familia, ahora encarcelado preventivamente. En la intención del ex presidente de la Generalitat estaba que su declaración de julio de 2014 sirviera para «separar los errores de una persona –por muy significativo que haya sido–, y que esta declaración sea reparadora en lo que sea posible del mal y de expiación por mí mismo». Será difícil que Pujol pueda separar sus errores personales –por «desidia y miedo», escribió en 2016– de las responsabilidades políticas. Tras el registro de su domicilio el pasado 25 de abril, se ha descubierto un documento revelador que ayer vio la luz. Es de diciembre de 1995, y en él, su esposa, Marta Ferrusola, da órdenes a la Banca Reig de Andorra de traspasar dos millones de pesetas, haciéndose pasar por la «madre superiora de la Congregación». La operación debía ser tan rutinaria como cómica: sólo se trataba de «traspasar dos misales de la mi biblioteca a la biblioteca del capellán». Es decir, Jordi Pujol era entonces presidente de la Generalitat y él no era ajeno a los movimientos económicos de las cuentas –sin declarar– que manejaba su familia. Sobran las palabras, pero cuando se trata del clan Pujol nada sucede sin la gran influencia política que ha tenido y tiene, aunque sea por emanación espiritual, este político en el nacionalismo catalán. Recordemos que en la comisión de investigación en el Parlament sobre este caso –presidida por un anticapitalista de la CUP–, en los 28 folios de la conclusión final no aparece ni una sólo vez vínculo alguno con el fundador de CDC, ni el nombre, ya que su tarea sólo era demostrar que la revelación de que los Pujol tenían dinero sin declarar en Andorra era una operación contra el «proceso» independentista. España nos roba y nos espía. Lo que está demostrando este caso es la impunidad con la que ha actuado el clan de los Pujol, sobre el que no se ha ejercido control alguno, ni oposición parlamentaria, ni se ha ejercido la crítica. Por miedo a ser excluido del «cielo nacionalista». La «madre superiora» manejó los asuntos económicos de su familia como si fueran los asuntos de Cataluña, arropados por una legitimidad que va más allá de lo permitido en una democracia. Que no es lo mismo, por seguir el lenguaje religioso, que una teocracia. Ahora ha llegado el momento de que los Pujol rindan cuentas en la tierra.
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