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Tribuna
Comprar Groenlandia
El presidente tiene razones para pensar que podría tener éxito. ¿O es que ya nadie se acuerda de que, en 1917, la propia Dinamarca vendió a Estados Unidos las islas Vírgenes, en el Caribe, por veinticinco millones de dólares?
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La idea no es nueva. En agosto de 2020, el diario Wall Street Journal publicó un titular que pasó casi desapercibido. «El presidente Trump contempla una nueva compra de bienes raíces: Groenlandia». Lo que entonces se tomó por una serpiente de verano, hoy, sin embargo, a solo una semana de su segunda toma de posesión, es un asunto de alcance mundial. Más allá de las razones estratégicas apuntadas en estos días por el futuro huésped del Despacho Oval para anexionarse dos millones de kilómetros cuadrados, existen otras de índole económico y hasta mítico en las que conviene detenerse.
Groenlandia –«la tierra verde», en noruego– irrumpió en la Historia a resultas de una fake news. Fue el navegante vikingo Erik Thorvaldsson, apodado el Rojo, el que expulsado de Islandia se estableció en el siglo X en esa «nueva» isla y le dio su nombre. En realidad, el lugar no era tan verde. De hecho, era mucho más inhóspito que su tierra natal, y apenas logró atraer a nadie a su exilio. A finales de la década de los sesenta del pasado siglo, la Universidad de Yale resucitó el cuento y concluyó que Thorvaldsson llegó incluso a fondear en América, convirtiéndose en el primer europeo en hacerlo. Un mapa dibujado en pergamino, guardado en su biblioteca de libros raros, fue su prueba: mostraba el perfil costero de la bahía de Hudson sobre el que podía leerse Vinlandia, la «tierra de las viñas». Pero aquella carta resultó ser otro bulo. El dibujo de Vinlandia, supuestamente esbozado hacía mil años, se había hecho con tintas modernas y no probaba –como pretendían– que los españoles no fueron los primeros en establecerse en el Nuevo Mundo.
Ignoro si en la cabeza de Trump está la idea de que Groenlandia pudo ser el primer territorio colonizado de América y por eso lo reclama. Tampoco conozco si lo estuvo en la del general Eisenhower cuando trató de comprarla por última vez en 1960. Lo que sí está en la agenda del nuevo inquilino de la Casa Blanca es que esa enorme isla, con menos población que la ciudad de Mérida, alberga un colosal depósito de tierras y minerales estratégicos. Cuando el Wall Street Journal se hizo eco de las intenciones de Trump, ya estaba en marcha el proyecto Kvanefjeld, un consorcio australiano con participación china, rodeado de polémicas y acusaciones de corrupción, que preveía que podría suministrar desde allí entre el veinte y el treinta por ciento de los metales raros que en breve necesitará la industria tecnológica mundial.
El asunto de los metales árticos tiene algo de paradoja. Durante siglos, los inuit groenlandeses se las han tenido que apañar sin ellos, recurriendo a manufacturas de huesos y pieles de animal. La minería nunca estuvo en sus prioridades porque sus suelos tienen hasta tres kilómetros de grosor de hielo y son impracticables para su rudimentaria tecnología. Sin embargo, Occidente lleva años fijándose en el curioso uso residual que hacen de los metales, casi siempre circunscrito a lo sagrado. En agosto de 2014 un grupo de geólogos escandinavos hizo públicos los resultados del estudio de un gran meteorito caído hace entre cinco y diez mil años, cerca de la península del Cabo York, en tierras inuit. Aquel objeto estalló en el aire dispersando su corazón metálico a lo largo de kilómetros de hielo y nieve. Los inuit llevan recolectando sus esquirlas desde hace generaciones, insertándolas en amuletos y comerciando con ellas. Pero esos mismos geólogos han descubierto también que los predecesores de los inuit, la cultura paleoesquimal dorset, ya tuvo una aproximación a ese mismo «yacimiento» siglos antes, ajenos a que bajo sus pies se esconden miles de toneladas de otros minerales igualmente raros y valiosos.
Por supuesto, hoy la Administración Trump sabe que en la «isla vacía» hay mucho más que riquezas geológicas. En estos últimos años, la ciencia vigila de cerca sus bancos de tiburones. No les llama la atención solo su enorme tamaño –hay individuos que superan los siete metros de envergadura–, sino sobre todo su extraordinaria longevidad. En 2018 la Artic University de Noruega hizo pública su intención de mapear el genoma de esos escualos a raíz de la datación de los restos de un tiburón que nació –y copio literalmente– hace entre 272 y 512 años. Descubrir qué hizo tan resistente a un escualo venido al mundo entre 1506 y 1746 está siendo algo así como acercarse al mito de la fuente de la eterna juventud.
Pero ni siquiera eso resulta extraño en esas exóticas latitudes. La literatura pseudohistórica dedicada a Groenlandia rebosa de alusiones a Hiperbórea (la «tierra más allá del viento del Norte» de la que tanto escribieron Blavatsky o Guénon), que no es sino una vieja versión de los Shamballahs o Agarthas de otras tradiciones. La Hiperbórea groenlandesa sería, pues, una remota región poblada por «superiores desconocidos» o maestros olvidados, que incluso los nazis buscaron. Quizá ese componente mítico, casi aspiracional, sea otra de las cosas que atraen a Trump y le empujan a pujar por el territorio. El presidente tiene razones para pensar que podría tener éxito. ¿O es que ya nadie se acuerda de que, en 1917, la propia Dinamarca vendió a Estados Unidos las islas Vírgenes, en el Caribe, por veinticinco millones de dólares?
En el mundo que se avecina, cualquier cosa va a ser posible. Hasta que Trump se quede, de rondón, con una Hiperbórea que casi todos dan por un bulo más de esas latitudes.
Javier Sierraes escritor y premio Planeta de novela.
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