Marina Castaño
Maldivas
Islas Maldivas, destino paradisíaco de vacaciones, de buceo entre corales, de playas con arena finísima y cálidas aguas color esmeralda. También de tribunales salvajes que condenan a adolescentes a sesiones de latigazos por haber sido violadas. ¿Entra eso en la cabeza de alguien? En la de los islamistas, sí, e, incluso, lo encuentran justo y razonable. Esta semana era noticia los 100 latigazos a los que someterán a una chiquilla de quince años por haber sido violada por su padrastro. Esto es el mundo al revés. «La joven recibirá el castigo al cumplir los dieciocho años, a no ser que lo solicite antes. Mientras vivirá arrestada en un centro de menores para cumplir arresto domiciliario». Por cierto que hace un mes otra niña que había sufrido abusos sexuales fue castigada y sometida a la misma pena. Lo que sorprende es que un sitio tan cosmopolita como puede ser un archipiélago cuyo mayor encanto es el turismo, atrayendo cada año a varios cientos de miles de visitantes de «países civilizados» sigan aplicando leyes vejatorias propias de épocas primitivas. Y ni siquiera: nadie puede imaginar que el homo sapiens pudiera torturar a la hembra de la especie humana, que es la que garantiza la perpetuación del hombre sobre la tierra. Organizaciones humanitarias están tomando cartas en el asunto, pero con dudosa eficacia. Estas prácticas son frecuentes en países musulmanes, cuya religión dicta unas normas ancestrales que nadie se ha ocupado de actualizar. La Organización de Naciones Unidas, el organismo menos operativo que se haya podido crear, mira para otro lado estos tratamientos ultrajantes contra la mujer. Me pregunto si alguna vez esas pobres mujeres sometidas a la ley del islam se verán liberadas de esa mentalidad cavernícola y opresora. Lo dudo. No lo verán nuestros ojos.
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