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César Vidal

Hidalgo con micrófono

Hidalgo con micrófono larazon

Fue una noche de hace años. Yo dirigía todavía «La Linterna» en COPE y había salido con el programa. Al enterarme de que Manolo Escobar vivía cerca insistí en que se alterara el orden establecido de entrevistas para incluirlo. Aceptó encantado la invitación realizada tan sólo con un par de horas de adelanto alegando que me escuchaba habitualmente. No sé si era verdad o simplemente una cortesía. De lo que no me cabe la menor duda es de que la reacción cercana al delirio que provocó al salir al escenario de aquel teatro abarrotado. Para recibirle, había yo dispuesto que sonaran las notas de esa canción que reza aquello de «porque en España lo que sobra es hidalguía». La letra se puede discutir, pero no en el caso del popular cantante. Nunca olvidó que había sido un emigrante o, como él decía, «un desertor del arao». Trasplantado desde su Almería natal a Cataluña, supo lo qué era vivir varias familias en un domicilio, tener la cabra en el balcón o curarse una tuberculosis con ventosas. También conoció de primera mano unos inolvidables concursos radiofónicos en los que, con la excusa de imitar a Rafael Farina o a Manolo Caracol, se daba a conocer. Nunca renegó de aquellos orígenes. De hecho, afincado en un Benidorm que encontraba, a la vez, cálido y tranquilo, y donde no terminaba de retirarse, seguía manifestando un recuerdo cariñoso hacia aquellos años duros de los comienzos. A pocas, muy pocas personas, he conocido que fueran más sencillas, menos engreídas y más conmovedoramente realistas a la hora de enjuiciarse. Jamás tuve ocasión de contemplar que culpara a nadie de sus errores e incluso, cuando en cierta ocasión le pregunté por una fábrica de pantalones que no funcionó de acuerdo a sus expectativas, se limitó a decirme sonriendo que aquella experiencia demostraba la sabiduría del dicho que afirma «zapatero a tus zapatos». Sus mismas películas – que siguen consiguiendo picos de audiencia en la televisión – las enjuiciaba diciendo que un tercio merecía la pena verlas «por la música y la historia», otro tercio «sólo por la música» y otro tercio «ni por la música». Ese recuerdo honrado y cabal de lo que había sido y de lo que era se encontraba, sin duda, de la simpatía especial que siempre manifestó hacia la emigración tanto si se trataba, como la suya propia, de la interior o de la encaminada al extranjero. Vez tras vez, se dirigió a Alemania y a otros puntos de esa Unión Europea a la que ahora pertenecemos para entonar sus canciones ante aquellos españoles que habían dejado el terruño con una maleta de cartón y enviaban marcos o francos a España equilibrando una famélica balanza de pagos. Sabía que les traía un pedazo de la patria envuelto en las notas del Porrompompero o del carro que, como me aclaró a pregunta mía, acabó apareciendo aunque «sin atalajes». Aquel éxito, envuelto en aplausos y lágrimas, no lo atribuía a sus méritos personales. Recuerdo que, en una ocasión, me dijo que estaba convencido de que si aquella gente se entusiasmaba al escucharlo no era tanto porque poseyera cualidades especiales ya que había no pocos que cantaban igual o mejor. La razón, a su juicio, era que, seguramente, aquellos emigrantes pensaban que si él, un humilde andaluz trasplantado al norte de España, había llegado tan alto también sus hijos tenían oportunidad de hacerlo. Simplemente, se identificaban con él. Manolo daba así muestras de una agudeza que siempre me maravilló por lo extraordinaria y porque no contaba con las muletas de una educación académica. Sin pasar por una facultad de psicología, había captado un principio elemental en el triunfo ante las masas: la empatía que éstas sienten hacia aquel sobre el que enfocan su admiración. En este caso, por añadidura, se trataba de una persona verdaderamente excepcional a la que sobraba hidalguía.