Artistas

El delirio de los milagritos mexicanos

Un charro gay. Un contrasentido. El delirio de los milagritos mexicanos, esos exvotos que se ofrendan para pedir un milagro a la guadalupeña. Un estuche de monerías, esa sería la metáfora de Juan Gabriel en el imaginario popular de los fans del Divo de Juárez. Otro asunto es entenderlo fuera, sin el espejuelo culturalista de las películas de Arturo Ripstein.El tremendismo de la vida de Juan Gabriel se acerca a «Los Olvidados», de Luis Buñuel. Seguido, tras su enorme éxito, de un relato de la divinización religiosa que imprimen la sentimentalidad mexicana a sus mitos, superando con creces a los «siete machos» que le precedieron: Jorge Negrete, Miguel Aceves Mejía, José Alfredo Giménez y Pedro Infante. Después de María Félix, sólo Juan Gabriel ha conseguido un estatus próximo a la sublimidad de la Virgen de Guadalupe. Y esa adoración la logró sin renunciar a sus plumas ni a sus desplantes amanerados, con una majestad histriónica y una gestualidad sin complejos. Aderezado con sus trajes charros recamados de plata y oro, mascadas de seda, gargantillas enjoyadas de un lujo caro y chaquetas con diamantina, tan barrocas y disparatadas, que pudieron envidiarlas Elton John y el mismo Elvis en Las Vegas.

Juanga, el niño abandonado por su madre, fue un artista que triunfó desde la calle, sin ocultar su folletinesca vida ni las asperezas que tuvo que sufrir para llegar a su destino: componer las más bellas canciones de amor traicionado.

¿Quién podía osar preguntarle por su sexualidad cuando había logrado sublimar con sus rancheras y boleros desgarrados el amor que derramaba sobre el pueblo, que lo adoraba?

«Dicen que lo que se ve no se pregunta, mijo», le contestó a un periodista sobre si era gay. Así demostraba que la función del mito está por encima de las pasiones vulgares. Amantes los tuvo a cientos. Especialmente jóvenes veinteañeros. Con un tropismo hacia la madre patria. Esos «príncipes españoles» que seducen a los hispanos y que éstos pasean como trofeos de clase.

El primer cantante al que ayudó a lanzar su carrera fue al hermano de Isabel, Agustín Pantoja, a quien albergó en su casa como su bien más preciado, pero qué sabe nadie, si nadie se hizo eco ni tuvo reflejo fotográfico. Amigos, sin duda. Comidillas, a miles. Evidencias, ninguna. Verdades, a medias. Rumores, tantos, que es mejor correr un túrbido velo. Agustín es padrino de dos de los hijos de Juan Gabriel.

El chisme más malévolo se divulgó a raíz del padrinazgo de un malagueño, Jas Devael, a quien conoció en Torremolinos y con quien –dicen– se casó y a quien regaló un piso en DF, motivo de las desavenencias amistosas con Agustín.

Con Jas Devael mantuvo una relación intensa y pública. Ambos mostraron su enamoramiento en una actuación en Las Vegas, en la que Jas cantaba «Así fue», el éxito de Isabel Pantoja, con la mirada cómplice y los toqueteos amorosos de ambos, jaleados por el público. Su voz suena como la del joven Agustín.

El día de su muerte, Jas Devael firmó un tuit en el que le decía: «Te amé, te amo y te voy a amar siempre. Sólo tú y yo sabemos nuestro amor eterno, ése que seguiré cuidando hasta el día que te vuelva a ver. Tu consentido». Cosas del corazón.