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Fernando Rayón

Copa de Navidad

La Razón La Razón

Son tales los excesos de estos días que la copa de Navidad en Moncloa se antojaba más una tortura que otra cosa. Pero muchos periodistas vamos porque siempre hay algo que rascar: rumores, declaraciones, cotilleos... Siempre se saca información. Y también porque tiene mucho arte ver a Mariano Rajoy entrar en el salón. Y no porque haga el paseíllo mejor que ningún otro, sino por las compañías que trae. Para la historia queda su entrada de hace dos años acompañado de Juan Luis Cebrián: cosas veredes, amigo Sancho.

Pero lo mejor de la copa de los últimos años es Rajoy. Obliga a sus ministros a estar presentes, a saludar a todo el mundo y a decir sólo lo que deben decir. ¡Había que ver al pobre Alfonso Dastis –ministro de Exteriores– como alma en pena entre los canapés y los periodistas! Y, mientras, Rajoy se ponía las botas hablando de todo lo que le preguntaban: de Aznar –el lío de la ONU es peor que el del PP–; de Donald Trump: «Estuvo muy cariñoso por teléfono y sí, me preguntó por Barcelona»; de las cláusulas suelo, de la intervención a los bancos italianos y de lo que hiciera falta. De nada le sirvió el aviso de alguno de los presentes de que la mezcla de periodistas y el «jet lag» –acababa de llegar de Nueva York– es peligrosísima. Le daba igual. Remataba todos los córners y, especialmente, los que le centraron los periodistas deportivos. Se le notó un poco de pena cuando se disolvieron. Pero entonces llegó Javier Redondo para sacarle el tema del Atleti, las finales de la Champions y hacerle decir que el nombre del nuevo estadio –Wanda Metropolitano– es muy bueno por los recuerdos que va a traer a todos los atléticos. Y entonces se puso nostálgico y empezó a hablar de las últimas novelas que había leído. La primera fue «1920», donde –así nos lo contaba– se narra la medalla de plata de la selección española de fútbol en los Juegos de Amberes. Estaba emocionado. Y quizá por eso pasó a otra que cuenta la historia de un imaginario club de fútbol –llamado London City– que jugaba una final contra el Panathinaikos griego. Así las cosas, Redondo se puso a correr la banda, se vino arriba y le contó, para sorpresa de los cuatro que escuchábamos, incluido Rajoy, la novela que estaba leyendo, «Fiebre en las gradas», escrita por otro inglés que no recuerdo y, por primera vez en toda la noche, noté que Rajoy archivaba algo de lo que le decían...

Luego alguien se puso solemne y le preguntó por lo duro que es gobernar así, con este PSOE que les marca en el Congreso. Y el presidente, sin profundizar mucho, reconoció que habla con frecuencia con Javier Fernández. Pero miró a Redondo de nuevo como si no quisiera olvidar el nombre de su novela. Y entre el PSOE y las novelas sentenció que lo que de verdad importa a la gente son las pequeñas cosas que nos rodean, lo cercano, lo doméstico. Y de repente Rajoy pareció que era Mariano. Y que lo que más le importaba en estos días de Navidad era leer «Fiebre en las gradas». Y entonces nos despedimos y cada mochuelo a su olivo.