Alfonso Ussía
Bable, fabla y panocho
En mi biblioteca respeto una estantería reservada a los diccionarios inútiles. Son mi debilidad. En Ciudad del Cabo, con Antonio Burgos, me hice con el «Diccionario Zulú-Hosha Hosha-Zulú», que completé en Nairobi con el Swahili-Français del profesor Dumage. Me quedé sin el Masai-Bantú Bantú-Masai, que estaba agotado y a la espera de una reedición. De dialectos españoles me honro disponer de la sabiduría compilada de un Diccionario del Bable, cuyo autor es Ramón Rato, de otro de la Fabla aragonesa y un último, -fundamental-, del Panocho murciano. Creo que existe una publicación que reúne la Lengua Cántabra, que deseo ardientemente. En Cantabria hay diferentes jergas, desde el Pejín santanderino, al carmoniego, el pasiego, y el comillano, que puede confundirse en algunas frases con el bable. También el cabuérnigo, más suave, centrado en su bellísimo valle.
Con todos mis respetos, más que idiomas son maneras de hablar. Voces y acentos locales que cambian o se transforman sometidos a los accidentes naturales. Una montaña cancela un lenguaje y un valle se abre con diferente subdialecto. En las Vascongadas no existió jamás –hasta la implantación del españolizado Batúa, lo que hoy se habla y se enseña-, un vascuence unificado. Se hablaba el vizcaíno, el guipuzcoano, el alavés, el roncalés, el benavarro, el suletino y el laburtano. Un «cashero» de San Sebastián no hablaba el mismo vascuence que otro de Hernani, apenas separados por tres kilómetros. Una montaña impedía la fluidez. Al contrario, un pescador vizcaino de Bermeo, uno guipuzcoano de Guetaria y un vasco-francés de San Juan de Luz, se entendían sin problemas. La mar no obstaculizaba el movimiento del lenguaje.
En el PSOE se apoya la ridícula propuesta de un sector del socialismo asturiano de elevar a idioma cooficial del Principado al bable. Y otro sector encabezado por el inteligente, sensato y coherente presidente de Asturias, Javier Fernández, se opone a semejante tontería. La oficialidad de un idioma local lleva riesgos, «porque los nacionalismos siempre se arrogan una lengua a sus fines». Visito Asturias con mucha frecuencia y no me siento extraño cuando hablan en su dialecto en mi entorno. Todo se entiende. No es un idioma, sino una transformación popular y rústica del idioma común, el español. Como no es idioma el panocho murciano, ni la fabla aragonesa, ni el madrileño castizo, que también tiene sus cositas. Además del derroche económico que supone para las arcas autonómicas la administración oficial de un nuevo idioma, late el peligro del que avisa Javier Fernández. El nacionalismo siempre utiliza al idioma local, incluso aldeano, para distinguirse y separarse del resto.
En España, cada paisaje, cada valle, cada montaña, cada bosque y cada costa, tienen su peculiaridad en el habla. Peculiaridades que son valores a cuidar, mimar y mantener, pero no más allá, dado que su más allá acostumbra a ser inmediato. De la montañesa Mazcuerras a la cántabra Carmona apenas hay 35 kilómetros. Y ni los modismos, los localismos y los acentos son similares. En la isla de Mallorca, existen tres diferentes artículos, y no es cosa de hacer oficiales tres dialectos mallorquines. El pino, tan abundante en la isla, en una zona se dice «el pi», en otra «lo pi» y en una tercera «sa pi». Pues muy bien. Pero nada más que muy bien.
Elevar a idioma cooficial en Asturias al bable, es demagógico, absurdo y arriesgado. Vive y se transmite sin problemas de padres a hijos y así seguirá de por vida, dentro de sus límites y su función comunicativa. Del bable pasaríamos a la fabla, de la fabla al panocho, del panocho al guanche y del guanche a un nuevo Babel. No pasaríamos del primer piso de la torre.
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