Letras líquidas
Se busca poder legislativo
El abuso de los decretos y de las leyes que se negocian con los socios al margen de los hemiciclos, ha llevado a una inercia normativa arriesgada que destruye el valor real del Congreso y el Senado
Lo malo de las excepciones es que pueden pasar por generalidades. Que algo que ocurre una sola vez creamos que pasa siempre. Y ese es el riesgo que se corre ahora con la votación del PP en el Congreso que avaló una ley que, «de facto», permitirá reducir la pena de etarras y que va en contra de los principios básicos que defiende el partido. Más allá de las responsabilidades internas que deban pedirse, del proceso abierto en el grupo parlamentario para esclarecer qué ha pasado y qué medidas adoptar para evitar que se repita y más allá también de las excusas pedidas por el propio Feijóo, «rara avis» nacional eso de las disculpas, el error, como casi todos los que se cometen en la vida, representa a la vez una oportunidad. La ocasión de pararse, reflexionar e intentar obtener un (cierto) beneficio del desastre, porque la semana pasada se convirtió en una especie de huracán Kirk para las instituciones como resultado, probablemente, de lo cultivado tiempo atrás.
A lo largo de la última década, la democracia española se ha ido deslizando hacia un estilo político no solo estéticamente dudoso sino profundamente disfuncional. Es cierto que la nueva política, (¿se acuerdan de ella?), la multiplicación de las formaciones y la necesidad de acuerdos donde antes se imponían las disciplinas de partido sin más, fueron forzando e imponiendo otros códigos de costumbres y conductas para la cosa pública, pero fue a partir de la pandemia cuando algo hizo «click» en nuestro sistema. La anormalidad y la urgencia del trance llevaron a hurtar a las Cámaras que representan a la soberanía nacional gran parte del protagonismo y, lo más importante, de la acción que constitucionalmente les corresponde. A partir de ahí, y como sucede a veces cuando lo provisional se torna permanente, el abuso de los decretos y de las leyes que se negocian con los socios al margen de los hemiciclos, ha llevado a una inercia normativa arriesgada que destruye el valor real del Congreso y el Senado y transforma en profecía autocumplida aquello de Sánchez de «gobernar sin el legislativo».
Pero no solo. Ese vicio adquirido, y consolidado a golpe de rutina, despoja, poco a poco, a las Cortes de su función más exquisita y elevada: el control al Ejecutivo. Si aceptamos la perversa premisa de que la política se compone fuera del Congreso, y en las bancadas únicamente se representan determinados papeles, como una suerte de gran teatro del poder, olvidaremos el valor real que le atribuyó Montesquieu hace siglos y perderemos, de paso, su derivada más pragmática, que el legislativo tiene muchas herramientas. Y sí, la moción de censura, aunque no la única, también es una de ellas.
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