Cómic
La venturosa travesía del cómic en España
Ya no es raro encontrarse adaptaciones a «novela gráfica» –¡extraño eufemismo!– de Dolores Redondo, Pérez-Reverte, Santiago Posteguillo o Vázquez Montalbán
Justo en vísperas del pasado día del libro, el ministro de Cultura y Deporte se hacía eco en un tuit de la adaptación a cómic de mi novela La pirámide inmortal. El leve trino de Miguel Iceta me sorprendió. Y no porque se hiciera eco del trabajo de un novelista, sino por la inesperada atención que dispensaba al llamado «noveno arte». Uno relegado durante décadas al olvido, sepultado bajo el antiguo estereotipo de que los tebeos son una «cultura menor» y que, por lo tanto, no merecen la atención de la intelectualidad ni de sus gestores.
Cuando hace siete años, Norma, la principal editorial de viñetas española, me propuso adaptar al supuesto género chico la trama de la noche que un jovencísimo general Bonaparte pasó en el interior de la Gran Pirámide, no lo dudé. Fui ávido lector de cómics en mi adolescencia, e incluso hice mis pinitos para dibujarlos. Y también fui de los que caí prendido de las versiones en tebeo de las obras de Julio Verne que circulaban entonces por las bibliotecas públicas. Algunas tenían la peculiaridad de disfrazarse entre las propias novelas, de modo que uno podía empezar Veinte mil leguas de viaje submarino en el texto original, y al cabo de una veintena de páginas tropezarse con una historieta en la que podía verse a un bigotudo capitán Nemo enfrentándose a las adversidades oceánicas. Aquello, claro, aligeraba el esfuerzo del niño-lector y lo animaba a explorar tanto el mundo del tebeo como el de la narrativa tradicional. A esos cómics les debo, pues, mi pasión por leer. Y la deuda se extiende a toda mi generación, que se inició en el noble arte de pasar páginas con Tintín, Astérix, y más tarde con elaboradísimos trabajos como aquellos dos álbumes sobre El misterio de la Gran Pirámide que Edgar P. Jacobs imaginó para sus detectives Blake y Mortimer.
Yo, claro está, quería una adaptación así para mi obra. Una de dibujo claro, de eso que los expertos llaman «estilo franco-belga», que permitiese disfrutar de los mínimos detalles de cada paisaje. Empezamos a trabajar en ello en 2015. El dibujante elegido fue Cesc F. Dalmases, un genio que en esa época acababa de terminar con éxito la adaptación de la novela Victus de Sánchez Piñol sobre la Guerra de Sucesión, y que ya se lo estaban rifando las grandes editoriales francesas. En Norma me explicaron que en ese país, a diferencia de lo que ocurre aquí, el tebeo es una «industria nacional». No solo los lectores son más numerosos que en ningún otro, sino que su consideración en el mercado editorial es máxima. Hacer una página de un buen cómic es caro. Hay que pagar arte, color y guion. Pero, sobre todo, hay que sostener a los profesionales que dedican su vida a una tarea mucho más creativa que industrial. En la España anterior a la pandemia, según un informe de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, un dibujante medio podía ganar entre ocho y doce mil euros al año. Insuficiente, sin duda, para prosperar.
Con ese horizonte, y buscando los huecos que la «presión francesa» dejó a Dalmases y al talentoso guionista Salva Rubio, logramos al fin hilvanar lo que, en términos cinematográficos, ya es toda una «superproducción» de viñetas made in Spain. Una rareza. Su lanzamiento, que coincidirá con el Salón del Cómic que se inaugura esta misma semana en Barcelona, espero que sirva para afianzar la proposición no de ley que el pasado mes de octubre el PSOE llevó al Congreso y por la que animaba a «reconocer el valor artístico editorial del cómic y el tebeo en España». En esa iniciativa se establecía la celebración de un Día del Cómic –que tuvo lugar por primera vez el pasado 5 de marzo– y se promovían ayudas al sector. El tuit del ministro me ha hecho renovar esa esperanza.
La pirámide inmortal llega, pues, en medio de un panorama mutante: en España se publican unos 4.000 tebeos al año. Poco si se compara con los 90.000 libros tradicionales que editamos. Muchos de esos cómics apenas llegan a tiradas de 500 ejemplares. Y, según datos de Tebeosfera, apenas un 15% de ellos son de autoría nacional. La buena noticia es que se trata de un tipo de publicaciones que están ganándose, día a día, su hueco en las librerías convencionales. Ya no es raro encontrarse adaptaciones a «novela gráfica» –¡extraño eufemismo!– de Dolores Redondo, Pérez-Reverte, Santiago Posteguillo o Vázquez Montalbán. Pero tampoco lo es ver cómo cierran librerías especializadas, rincones «de toda la vida» en los que los frikis de los cómics se daban cita como quien iba a misa los domingos. El último en caer, en febrero, fue «Madrid Cómics», la decana de esa particular diócesis.
Solo una cosa es segura: al final, al cómic lo salvarán únicamente sus lectores. El estereotipo de un consumidor masculino, menor de 24 años, está dando paso a un público más femenino, mayoritario y transversal. A nadie se le escapa que el éxito ochentero de revistas como Mortadelo o Don Micky –que, por supuesto, yo compraba– hoy lo ocupan las publicaciones de manga, que suponen más de un 60% de los tebeos editados en España. Y solo es cuestión de tiempo (y de buen hacer) que esa avalancha lectora salte a cómics como La pirámide inmortal y de ahí a las novelas de siempre.
Todo es apostar por ello, ministro. Siga.
Javier Sierra es Premio Planeta de novela. Estará como invitado en el Salón del Cómic de Barcelona que se inaugura el viernes.
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