Defensa

Lo que el Pentágono quiere de los ovnis

El Departamento de Defensa reclama recursos para desarrollar sistemas armamentísticos de nueva generación. Buscan, en definitiva, desarrollar sus propios «ovnis»

El Pentágono no ha concluido que los ovnis sean de origen extraterrestre pero sí ha dicho que disponen de una «tecnología aeroespacial revolucionaria». Esa es, a mi juicio, la línea clave del informe remitido el pasado viernes por la Oficina del Director de Inteligencia Nacional al Senado de EE.UU. y que tantos titulares está generando en todo el mundo. Desde que otro mes de junio de hace 24 años ofreciera una rueda de prensa para cerrar el llamado «caso Roswell» y concluyera que ninguna nave alienígena se estrelló en Nuevo México en 1947, nadie del Departamento de Defensa se había vuelto a pronunciar oficialmente sobre este asunto. Lo habían hecho de modo anecdótico, eso sí, todos los presidentes del país, desde Clinton a Trump, pero siempre sin el respaldo de sus gabinetes. Los ovnis –ahora los llaman FANI o Fenómenos Aéreos No Identificados– parecían un asunto menor. Una anécdota. Materia para frikis, cineastas o prensa sensacionalista.

El informe del viernes ha dejado claro que para el Pentágono esto no es así. En él reconoce que los investiga en secreto desde hace décadas. Sus archivos incluyen 144 casos de observaciones relevantes realizadas por personal militar entre noviembre de 2004 y marzo de 2021. De ellas, ochenta cuentan con información procedente de sensores de todo tipo –cámaras infrarrojas, radares, mecanismos electro-ópticos, de seguimiento de armamento…–, y desvela que once de esos «encuentros» estuvieron a punto de acabar en tragedia. Admite, además, que desde 2019 ha multiplicado sus esfuerzos por estudiar estos casos y concluye que «los FANI representan un peligro para la seguridad aérea y nacional», pidiendo inversiones para seguir investigándolos.

El tema tiene su enjundia porque en 1969 un memorándum similar, redactado al amparo de una comisión contratada a la Universidad de Colorado, concluyó justo lo contrario: que los ovnis no tenían ningún interés científico ni afectaban a la seguridad nacional. Su dictamen sirvió entonces para cerrar (al menos de cara a la galería) sus programas de investigación sobre «no identificados».

Los militares empezaron a recabar informes sobre ovnis en 1947, durante el llamado «verano de los platillos volantes», el mismo del caso Roswell. Sólo dos años antes habían ganado la guerra. Su prestigio estaba por las nubes y era obvio que las noticias sobre intrusos aéreos en sus cielos amenazaba con minarlo. Cuando un «no identificado» evocaba más a los Zero japoneses de Pearl Harbour que a una nave de otro mundo, la Fuerza Aérea creó su primer comité para estudiarlos. Lo llamó Signo. Y en el estío de 1948 tenía ya listo su dictamen.

Sus trabajos –que incluyeron un buen número de encuestas e informes sobre misteriosas «bolas de fuego verde» e incluso el accidente de un piloto que murió persiguiendo un «platillo»– los dirigió el coronel H. M. McCoy, jefe de inteligencia del Air Materiel Command, en la base de Wright Patterson. Enseguida el debate agrió su tarea. Mientras una parte del equipo de McCoy defendió que los ovnis eran reales pero imposibles de «matricular», otra se convenció de que su naturaleza no podía ser mas que extraterrestre. Este grupo redactó un informe confidencial para Washington bajo el lacónico título de «Estimate of the Situation». En él afirmaban que una inteligencia alienígena estaba examinando la Tierra a conciencia y urgían poner en marcha, de forma inmediata, un programa de educación pública para revelar esa información.

Cuando el texto llegó al jefe de la Fuerza Aérea, el general Hoyt S. Vandenberg, éste ordenó destruir todas las copias. Bajo el argumento de que sus conclusiones eran circunstanciales y «provocaría una estampida» (sic), el memorándum y sus recomendaciones se desvaneció. «¿Cómo podríamos convencer al público de que los extraterrestres no son hostiles cuando ni siquiera nosotros lo sabemos?», se justificó Vandenberg.

Sólo cuatro años más tarde, en 1952, la herida se reabriría. Entre los días 12 y 29 de julio varias flotillas de luces no identificadas sobrevolaron la capital del país. Los radares las captaron y las cámaras de televisión las filmaron ¡sobre el mismísimo Capitolio! El proyecto Signo ya no existía. Vandenberg lo había desmontado tras el fiasco del «Estimate». Y aunque un nuevo comité llamado Libro Azul había tomado el relevo, Vandenberg ni siquiera lo tuvo en cuenta cuando se vio obligado a dar una multitudinaria rueda de prensa –la más larga desde el final de la II Guerra Mundial– para tranquilizar los ánimos y descartar la idea de que su país estuviera siendo invadido por seres de otros mundos.

Han pasado casi siete décadas de aquella violación del espacio aéreo Washington y curiosamente los temores en la élite militar norteamericana siguen siendo los mismos. Lo único que el informe del viernes aporta es que los militares los han expresado sin ambages, por primera vez, a los representantes de la nación. «La mayoría de los FANI reportados», dicen, «probablemente corresponden a objetos físicos», y urgen a encontrar el modo de detenerlos. Tengo la impresión de que ahí está la clave de todo: El Departamento de Defensa reclama recursos para desarrollar sistemas armamentísticos de nueva generación. Vehículos hipersónicos, capaces incluso de cambiar de forma en pleno vuelo o de escabullir los actuales sistemas de detección. Buscan, en definitiva, desarrollar sus propios «ovnis».

Y es que, lo digan o no, los FANI siempre han sido el espejo de quien los contempla. Y cuando un militar los mira casi siempre ve en ellos armas, no un desafío científico. Por eso su último informe no habla de extraterrestres. Ni lo harán los que vengan. Y es lógico: ese no es su negociado.

Javier Sierra es Premio Planeta de novela y autor del ensayo “Roswell: secreto de Estado” (Booket).