Historia
La sencillez como antídoto del santo Diego de Alcalá
El próximo 13 de noviembre se celebra la festividad del fraile fallecido en el siglo XV. Su cuerpo puede venerarse en la Catedral-Magistral de los Santos Niños
Entre las quejas que con más frecuencia escuchamos, y seguramente repetimos, podemos descubrir habitualmente dos. Por un lado, la vida se ha vuelto excesivamente compleja. Todo nos parece difícil. Para realizar cualquier cuestión, por simple que sea, todo se ha enmarañado de una serie de mecanismos en los que descubrimos poca inocencia. No hay más que pensar en lo complicado que puede ser que te atiendan en ciertos lugares, no sin antes haber cumplimentado una multitud de más de un formulario y haber pedido cita previa, en demasiadas ocasiones a un teléfono que no responden o a una plataforma virtual diseñada solo para especialistas. Por otro lado, la proliferación de imágenes y la exposición tan masificada que han traído las redes sociales nos hace quejarnos habitualmente de la vida como un juego de apariencias, donde todo hace mucho ruido, pero que en realidad no quiere decir nada y menos aún algo serio o definitivo. Ante este panorama, por reacción, parece que hoy somos más sensibles que nunca a la necesidad de sencillez y profundidad.
También a la fe cristiana se le pide sencillez y profundidad. Es necesario volver a lo fundamental con sencillez. No muchas cosas y complejas, sino pocas, pero esenciales, ciertas y grandes: capaces de llevar a su plenitud toda la vida humana. «Pocas cosas grandes» podría ser un buen resumen para la vida de San Diego de Alcalá. Este humilde franciscano, al cual se puede venerar en la Catedral-Magistral de los Santos Niños de Alcalá de Henares cada 13 de noviembre, nació en San Nicolás del Puerto, Sevilla, en torno a 1400. Durante su vida fue ermitaño en Andalucía, fue misionero en las islas de Lanzarote y Fuerteventura, recientemente conquistadas por la corona de Castilla y pobladas todavía por indígenas, fue enfermero en una epidemia desatada en Roma en la canonización de San Bernardino de Siena, pero como más se le representa es cuidando de los pobres que llamaban al convento franciscano de Alcalá de Henares, del que fue hortelano y portero hasta su fallecimiento en 1463.
La agitada vida de San Diego de Alcalá estuvo vertebrada por tres grandes certezas. La primera fue la eucaristía, largamente adorada por el santo. La eucaristía es el lugar donde Dios se ha querido quedar para que podamos tratar con Él como con un amigo que habla con nosotros de corazón a corazón, sin maquillajes, con intimidad y cariño. La eucaristía es el vehículo por el cual Dios se acerca hoy al hombre, para que este se divinice. Dios se entrega, la persona se entrega y en la eucaristía tienen su punto de encuentro para que ambos coincidan. No podemos olvidar la devoción a la cruz. En la cruz descubrimos que Dios se ha hecho hombre. La fe cristiana es esencialmente el encuentro con una persona, no con una idea, unas prácticas religiosas o una propuesta ética, sino con una persona. El hombre de la cruz es capaz de dar sentido y un nuevo horizonte a la vida. Que Dios se ha hecho hombre significa que abraza toda la condición humana, incluso el sufrimiento. El sufrimiento en la cruz es la manifestación exterior de la entrega total de su amor. El que ama está dispuesto a sufrir por aquello que quiere. Si no se encuentran personas por las que sufrir, quizá sea difícil encontrar motivos para vivir. Nada hay realmente auténtico que no lleve detrás entrega y sacrificio. Es necesario repetir constantemente todas estas consideraciones, como hacia San Diego mirando frecuentemente un crucifijo, porque si no corremos el riesgo de que el dolor y el sufrimiento nos empañen estas certezas. La atención y el cuidado de los más desfavorecidos fue una constante en su vida.
San Diego era hermano lego, es decir, no era sacerdote. Debido a esa condición siempre estuvo empleado en oficio humildes, como la huerta y la portería, que le daban la posibilidad de tratar con los pobres que acudían en busca de consuelo y alimento a las puertas de los frailes. En este trato con los más necesitados se puede descubrir que todos estamos formados del mismo barro, experimentamos miserias muy similares y anhelamos la misma gloria.
Al mendigar comida, techo y trabajo, lo primero que se pide es la disponibilidad de aquel al que nos dirigimos para acoger nuestra miseria.
En este mundo complejo y dominado por el juego de las apariencias, en el que la fe cristiana está obligada a volver a explicar lo esencial, no dando nada por supuesto, el testimonio de San Diego pone ante nosotros de modo nítido que la fe cristiana vivida con autenticidad nos permite siempre encontrarnos menos extraños a nosotros mismos y reconciliarnos con nuestro mundo que nos parecía ya conocido y carente de misterio.
*Luis Peláez es sacerdote de la diócesis de Alcalá de Henares
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