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Viajes

Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Enfrentarse a la mafia antes que a la fuerza del mar

Los sueños cumplidos de Ángela Portero: Enfrentarse a la mafia antes que a la fuerza del mar larazon

En medio del Océano Atlántico no es habitual encontrase con muchos barcos. Sin embargo, durante nuestro cruce del Atlántico coincidimos en la ruta con numerosos y enormes cargueros, algún petrolero y en los primeros días también avistamos veleros.

En medio del Océano Atlántico no es habitual encontrase con muchos barcos. Sin embargo, durante nuestro cruce del Atlántico coincidimos en la ruta con numerosos y enormes cargueros, algún petrolero y en los primeros días también avistamos veleros que, como nosotros, habían optado por alcanzar el Caribe desde Cabo Verde. Desde el pequeño archipiélago caboverdiano hasta el norte de Brasil se traza la ruta más corta para cruzar el charco. Así, frente a hacer un salto desde Canarias a cualquier isla del Caribe supone más de 2.700 millas, de Cabo Verde a las islas más al Sur como Barbados la distancia a superar se reduce a 1.900 millas náuticas.

Todas las rutas posibles para cruzar el Atlántico se realizan atendiendo y buscando el llamado cinturón de los Alisios, una franja de vientos portantes que proceden del nordeste y que son considerados los vientos más constantes del planeta. Dependiendo de la época del año, el límite superior de este cinturón varía entre los 25º de latitud norte en invierno a los 30º de latitud norte durante el verano. En cuanto a la intensidad, los alisios suelen tener una fuerza media de unos 15 nudos en casi toda la travesía y llegan a alcanzar los 25 nudos. A pesar de la constancia de estos vientos con el cambio climático ya no tiene la estabilidad de antaño, igual que ocurre con los huracanes. Esta es la razón por la que, en medio del Océano, nada es del todo previsible y hay que estar muy pendientes de la previsión meteorológica para no topar con una fuerte tormenta o con tediosos días de calma chicha.

Cada tres días nos conectábamos a internet para recibir el parte meteorológico. Normalmente lo hacía Gianluca ya que el teléfono satelital era suyo. Lo conectaba a su ordenador portátil, buscaba señal y al cabo de unos minutos, ya tenía el parte descargado en su PC. Aprendí a interpretarlo pero me pareció bastante complicado el acceso por satélite a internet. Gianluca también me enseñó a interpretar y conocer los diferentes tipos de nubes lo que permite predecir las condiciones del tiempo a corto plazo. Las más temibles para los navegantes y que, por suerte no vimos, son las cumulonimbus, que anuncian fuertes tormentas y tienen forma de yunque.

Hacía muy buen tiempo y el cielo estaba despejado o con nubes altas que parecían dulces de algodón. Pero la calma era aparente ya que entre los italianos, siempre apasionados, en cualquier momento podía estallar una tempestad. Recuerdo que, a los pocos días de zarpar de Mindelo, hubo una discusión entre los Gianes y el Comandante ya que éste último quería poner el spinakker y ellos, el Genakker. Cuando se producía una discusión referente a maniobras o cualquier aspecto de la navegación hablaban siempre en italiano por lo que Raquel y yo, nos enterábamos más bien poco ya que, hablaban rápido y utilizaban terminología náutica. El tono de la conversación fue elevándose y la gesticulación haciéndose más explícita. Nos pareció entender que el Comandante Máximo prefería el Spi porque le daba más velocidad y que los Gianes mantenían que la otra vela era más apropiada para mantener el rumbo por la dirección del viento. Al parecer la decisión no era fácil, ya que cada una de las velas tienes sus pros y sus contras, pero acabaron poniendo el spinakker. Habían decidido no volver a discutir las órdenes del patrón y dejarle que se equivocara solo.

Al día siguiente, según anotó en su diario de a bordo Giampa, nos habíamos desviado 20 millas del rumbo. Días después, hubo otra discusión ya que el Comandante Máximo quería navegar con el Genakker por la noche. En esta ocasión, no se trataba de una discusión técnica sino de seguridad. Los Gianes desaconsejaban su uso en la navegación nocturna ya que si, como ellos temían, el asimétrico no aguantaba los más de veinte nudos de través previstos esa noche, no estaban dispuestos a poner en juego su seguridad para recoger la vela del mar. El Comandante aceptó las condiciones y se izó la asimétrica arriesgándose a perder la vela. Aquella noche, mientras Gianluca y yo hacíamos la guardia de 4 a 8 de la mañana llegamos a tener rachas de veintiseises nudos. El barco parecía que iba a romperse por la mitad pero lo que se rompió al alba fue el Genakker. Por fortuna, pudimos recogerla del mar.

Era asombroso como a pesar de que se habían cumplido los augurios fatales de los Gianes, estos parecían más enfadados que el propietario del barco que no perdía su aplomo ni la calma aunque nos quedáramos sin velas. El Comandante Máximo dio orden entonces de aumentar las revoluciones del motor para poder mantener la media de velocidad que necesitaba para llegar a tiempo a Saint Marteen. Después, como si nada hubiera pasado, se sentó en la zona de gobierno a escribir lo acontecido en su cuaderno de bitácora.

El Comandante Máximo era un hombre fiel a sus rutinas. Había una hora sagrada para el Campari y otra para fumarse un puro que siempre acompañaba con un whisky on the rocks. Aquella aciaga mañana, como cualquier otra, siempre a la misma hora y siempre después del desayuno, el Comandante Máximo desplegó con cuidado la carta náutica y se enfrascó en sus cálculos. Cuando se levantó, sonrió satisfecho: seguíamos cumpliendo con la media prevista, superando las 170 millas náuticas diarias. Con vientos Alisios que oscilaban entre los 20 y los 25 nudos, el impulso de la corriente Ecuatorial Norte y la ayuda del motor, el propietario del Delizia respiró tranquilo. Si continuábamos con esa media, los cinco días perdidos por el temporal en Marruecos no afectarían a sus planes y podría estar de vuelta para cumplir con sus compromisos en Italia antes de Navidad.

Feliz y sonriente me llamó para enseñarme y explicarme, orgulloso, los apuntes que iba haciendo en aquel enorme mapa del Océano Atlántico. Me enseñó como trasladar al papel nuestra situación, según las coordenadas de latitud y longitud facilitadas por el GPS. Con un cartabón y una regla encontrábamos nuestra situación exacta que marcaba con un punto, haciendo una suave presión con el bolígrafo. Después, trazaba con la regla una linea recta desde el punto marcado el día anterior. Sobre el vector resultante escribía la fecha y después hacía el cálculo de las millas recorridas en las últimas veinticuatro horas cuyo resultado apuntaba debajo.

Observando todo aquello me di cuenta que en aquella carta náutica del Atlántico Norte estaba además del trazado de nuestra ruta, otro que se correspondía con una travesía realizada en diciembre de 1999, entre la isla de Gran Canaria y la de Antigua, en el Caribe. La que seguía el Delizia se había dibujado con un bolígrafo negro y la realizada, veinte años atrás, estaba en azul. Pero había además otras notables diferencias que no supe entonces interpretar pero que me llamaban la atención. Así, mientras nuestro trazado era rectilíneo y transcurría paralelo y cercano a la corriente Ecuatorial del Norte, el de 1999 era muy distinto. Parecía errático, como si hubieran perdido el rumbo en ocasiones. A simple vista también se apreciaba que en 1999, el Comandante en vez de bajar hacia el Sur desde Canarias para buscar los Alisios había virado al Oeste demasiado pronto y, por tanto, demasiado lejos de la latitud en la que éstos se originan. Miré con detenimiento sus apuntes de la ruta trazada en 1999 y me di cuenta de que además había varios días en los que no había apuntado la situación en la carta náutica. Viendo lo meticuloso que era el Comandante, me extrañó que durante varios días no hubiera apuntado ni trazado la ruta que había seguido en su primera travesía y que ni siquiera apareciera reflejado en ella las millas náuticas diarias realizadas. Cuando le pregunté por qué eran tan distintas las dos rutas me dijo que en su primera travesía oceánica había cruzado directamente desde Canarias al Caribe. No parecía tener ganas de hablar en ese momento, algo bastante raro en él y salió a cubierta para ponerse en la caña.

El Comandante, a la deriva con sus guardaespaldas

Aquella noche los Gianes, molestos con el Comandante Máximo, se fueron a sus camarotes nada más terminar de cenar. Raquel y yo nos quedamos, como muchas otras noches, acompañando al jefe en sus primeras horas de guardia inevitablemente unidas al puro y la copa. A medida que pasaban los días y tal vez por los desencuentros con sus compatriotas, en aquellas largas noches oceánicas el Comandante empezaba a abrirse con nosotras. Aquella noche estaba animado y nos confesó que, al igual que nosotras, siempre soñó con cruzar el Atlántico y que aquel sueño estuvo a punto de costarle la vida.

A mediados de diciembre de 1999, con poca experiencia navegando y sin nadie a bordo que la tuviera, el Comandante Máximo realizó su primer cruce del Atlántico. Lo hizo a bordo de un monocasco de cuarenta pies y acompañado de dos de sus guardaespaldas, las únicas personas dispuestas a poner su vida en riesgo acompañando a su jefe, como llevaban haciendo desde hacía casi una década. Debieron pensar que navegar por el Atlántico no debía ser tan peligroso como cuidar las espaldas, en su Sicilia natal, a aquel hombre amenazado por la Cosa Nostra. Además, era su obligación, aunque las posibilidades de que la mafia italiana pudiera abatirle en un punto indeterminado del océano fueran muy remotas.

Antes de proponerles hacer la travesía el Comandante Máximo había tratado de reclutar, sin éxito, una tripulación experimentada. No es fácil encontrar a un marinero y menos a un Skipper que, de manera altruista, esté dispuesto a invertir casi un mes navegando sin cobrar. Para ellos es un delivery, un trabajo generalmente muy bien retribuido. Un capitán o Skipper suele cobrar cerca de seis mil euros por hacer una travesía oceánica, unos doscientos euros al día y un marinero con experiencia, cerca de la mitad. A todo esto se añade el coste del billete de vuelta y los gastos de comida durante el tiempo que dure la travesía por lo que, llevar un barco al Caribe con una tripulación competente, puede costar al armador más de doce mil euros. El Comandante Máximo trataba de ahorrarse este dinero y confiaba en su capacidad para llevar a cabo esta aventura contando con la ayuda de sus guardaespaldas a los que tendría que enseñar conceptos básicos de navegación para que le ayudaran con las guardias nocturnas y las maniobras.

Samir, un joven tunecino y otro guardaespaldas de origen italiano se embarcaron en Canarias, dónde estaba el barco preparándose para el cruce. Ninguno tenía experiencia navegando más allá de acompañar al Comandante Máximo y su familia por el Mediterráneo algunos días en verano. Pero navegar por la costa italiana o sus islas, en apacibles jornadas marineras, atracando en puerto o fondeando en alguna cala próxima a la costa, nada tenía que ver con surcar vastos mares sin ver tierra durante tres semanas. Además, cuando acompañaban al Comandante en sus vacaciones familiares su misión era de escolta y seguridad, pero en alta mar tendrían que poner a prueba su coraje ante peligros desconocidos para ellos.

No tuvieron suerte en la travesía. A los pocos días de zarpar de Canarias se encontraron con una fuerte tormenta, una de esas borrascas tropicales que, en medio del Atlántico, se convierten en una pesadilla. Sin puerto dónde refugiarte y sin una tripulación experimentada, el Comandante Máximo trató de tranquilizar a sus guardaespaldas cuando el cielo se tiñó de gris y grandes nubes de base oscura empezaron a cubrir el horizonte. En pocos minutos unos relámpagos seguidos de potentes truenos anunciaron la llegada de la tormenta. El viento empezó a subir fue con fuerza superando los 35 nudos y el mar se agitó con furia provocando fuertes olas. Apenas tuvieron tiempo para ponerse los chalecos y arneses, para estibar el equipo o cerrar escotillas y portillos. El barco parecía una cáscara de nuez zozobrando entre montañas de agua. El balanceo y los pantocazos provocaron el vómito descontrolado de Samir, cuyos ojos reflejaban auténtico pánico. El Comandante se mantuvo firme en la caña aunque las olas pasaban sobre la cubierta calándole e impidiéndole cualquier maniobra.

Samir no dejó de vomitar durante los tres días y sus noches que duró la tormenta. Deshidratado y sin probar bocado, el fornido tunecino estaba totalmente debilitado. El capitán y el guardaespaldas italiano se turnaban al timón y también estaban agotados por el esfuerzo. El barco, totalmente escorado, resistía a duras penas los envites del mar y habían perdido totalmente el rumbo cuando avistaron otra nave, luchando contra el temporal, a pocas millas por proa. Fue como un milagro que hizo renacer las esperanzas de la atribulada tripulación. Siguieron su estela manteniendo el rumbo y el contacto con los tripulantes de la otra embarcación hasta que la tormenta amainó.

A pesar de la dureza de la experiencia vivida, el Comandante Máximo trataba de introducir algunas notas de humor en su relato. Supuse que lo hacía para tranquilizarnos. Aún así le preguntamos que fue lo peor que recuerda de aquella primera travesía oceánica y muy serio nos respondió: “perder a Samir”. El tunecino presentó su dimisión nada más regresar a Italia. Aquel hombre prefería enfrentarse a la mafia italiana que a la fuerza de un mar embravecido. Y aquello me dio que pensar: ¿puede una tormenta acabar con nuestro sueño?, ¿sabríamos Raquel y yo estar a la altura en semejantes circunstancias?