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Perfil: Adiós a «l'enfant terrible»
Antes de que Leo Messi firmara su primer contrato con el Barça, Alberto Fernández ya daba a las servilletas una vida más allá de acabar pringadas de café con leche en el cubo de la basura. Siempre lleva sus discursos escritos en servilletas, ideas apuntadas con letra menuda donde subraya los chascarrillos que se inventa con la actualidad de Barcelona. El último ha sido convertir a la alcaldesa Ada Colau en «El Grinch Colau, la pesadilla de la Navidad de los barceloneses», a propósito del esperpéntico pesebre de la plaza Sant Jaume donde una silla con babero hace de niño Jesús. Un montaje que ha costado 60.000 euros y del que el Arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, muy educadamente, dice que «preferiría un belén que se entienda». Antes de Colau, Fernández martirizó con sus ocurrencias al resto de alcaldes que ha tenido Barcelona desde la restauración de la democracia. Sólo se ha librado Narcís Serra. Su fiel equipo, optimista incorregible (sólo así puede seguir el ritmo de un político hiperactivo), aún recuerda entre risas el día en que el socialista Joan Clos cogió la maza y la golpeó insistentemente sobre la mesa del pleno para hacer callar al popular. Ahora ríen, pero ese día el repicar de la maza contra la mesa acabó con un silencio incómodo, más que cuando Fernández se dirigía a ese gobierno como “Clos & Asociados”. El
convergente Xavier Trias, que inventó el talante antes de que Zapatero hiciera bandera, acababa los plenos con la lengua dolorida de mordérsela. Pese a los pulsos dialécticos, fuera del ring, se tienen un gran cariño. Trias y Fernández son ex alumnos de los Jesuitas de Sarrià, pero mientras el primero fue un alumno ejemplar, Fernández era el niño que ponía chinchetas en la silla del profesor. Hizo algún que otro curso en un internado, donde no corrigieron sus ganas de hacer travesuras. Y Jordi Hereu siempre lo agradeció, porque se moría de la risa con algunos de sus juegos de palabras, aunque durante su mandato, que Fernández bautizó como «el epitafio de los socialistas», el «enfant terrible» del Ayuntamiento de Barcelona acuñó sus equívocos más sonados. ¡Hay tantos que daría para editar un diccionario de «fernandismos»! Es la época de la «turismofobia», del simplón «desokupar Barcelona de okupas”, perdón, «Bachelona», porque era así como se refería a una ciudad con baches en las aceras y las calzadas. Como motero, le sacan de quicio los socavones. Hace años, tenía un chófer divertidísimo al que llamaba «Bermu». Gracias a él podía llegar a ver algún entreno de sus hijos (dos niños y una niña) con los que comparte su locura por el Espanyol. «Que el cielo sea blanquiazul no es casualidad», dice. Pero Fernández inventó mucho antes que los nuevos partidos eso de renunciar al coche oficial y ahora se mueve en scooter. La Harley la deja para el fin de semana. Le gusta escaparse a Vinarós a comer un arroz negro y puede llegar a hacer 1.300 kilómetros en tres días. Más o menos los que habrá recorrido a pie en Barcelona, desde que entró como concejal en 1987, con 26 años. Pasqual Maragall decía de él que era el regidor que mejor conocía la ciudad. Recita de memoria los 73 barrios. Maragall es su alcalde preferido porque «fue capaz de cambiar Barcelona hasta convertirla en la ciudad que es». Pero si se le pregunta por un referente cita a Winston Churchill y Ronald Reagan, a quien siguió en campaña por los Estados Unidos en el 84, cuando tenía 23 años. Se trajo su «Bringing America Back» para una campaña del PP «Recuperemos Barcelona». Ahora, tendrá más tiempo para pasear con Winston, un pastor alemán al que llama «la fiera corrupia» y pintar soldaditos de plomo. Tiene una colección que guarda en una vitrina y con la que de vez en cuando jugaba con un conocido director de diario. Especialmente está orgulloso de sus agentes en miniatura de la Guardia Urbana. Se va un tipo noble, anfitrión de las cenas de Navidad más divertidas que los políticos brindaban a los periodistas antes de los recortes. Y lo hace con una espina clavada: no haber conseguido que las motos puedan circular por el carril bus.
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