Nico Rosberg
Días civilizados
El señor verano, en estos últimos días, abochornado acaso por sus rigores extremos, ha decidido al parecer tomarse unas vacaciones y, como hacían los reyes antiguos, que, cuando se hartaban del barullo de la corte se iban derechos a Babia a ejercitarse en la contemplación de la naturaleza y las virtudes del silencio, se ha retirado a descansar.
Y enseguida el otoño, que acecha impaciente todo el año por volver, se ha apresurado a asomar la cabeza con vistas a preparar el terreno y otear un poco el panorama.
Por delante ha mandado a sus emisarios a poner un poco de orden, la lluvia en primera línea, una lluvia minuciosa como la del verso de Borges, con una luz más limpia de no usada, y un aire que se respira como nuestro cerrando la expedición.
Las mañanas así recién lavadas invitan a hojear tranquilamente la vida en el café, al lado del ventanal, observando de paso el rito de las gotas, que compiten entre ellas a ver cuál tarda más en caer, cuál aguanta más ahí agarrada con uñas y dientes a la superficie resbaladiza del cristal, cuál se detiene a tiempo o tropieza con algún obstáculo o encuentra algún asidero antes de llegar al precipicio y caer al suelo.
Los paraguas entre tanto celebran en procesión por la calle la recobrada libertad y continuamente se hacen reverencias unos a otros con deferente cortesía.
¡Por fin volvemos a casa con los zapatos mojados, por fin hacemos de nuevo las paces con el sol amigo, por fin son otra vez benévolas las primeras horas de la tarde!
(Y adiós a la hermana mosca pendenciera, y al triste aliño indumentario de camisetas y bermudas, y al reclamo inmisericorde de la holganza, y a la felicidad obligatoria y programada de las vacaciones.)
Lo dicho: días civilizados, y lo mismo el clima, la calma y los quehaceres.
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