Sevilla
Servilletas con la virgen
Con tanto recelo se miran las dos ciudades más importantes de Andalucía, siempre además de reojo, que ni en la circunvalación de Málaga ni en la de Sevilla se leen carteles con el nombre de la otra: todos los caminos conducen al cruce de Antequera, a partir de la cual ya sí encontrará el conductor indicaciones más explícitas. Cierto que la capital es bonita pero decadente y que la costera es sosa pero pujante, pero puede que ambas sientan envidia (que nunca es sana) por los dones de la vecina. Sabido es que la suerte de la fea, la guapa la desea, si se permite aún este refrán sexista. Se anhela junto al Guadalquivir el auge de la oferta cultural existente a orillas del Mediterráneo, y singularmente la explosión museística. E intentan el alcalde Espadas y su chico-para-todo, Antonio Muñoz, conseguir con Bartolomé Esteban Murillo lo que Francisco de la Torre ha logrado con Pablo Ruiz Picasso: asociarlo indisolublemente a su patria chica, a la salud nada menos de que Barcelona y París; a la salud, sobre todo, de esa especie subhumana deprimente, caracterizada por oponerse a cualquier forma de progreso, que es el «cenizus hispalensis». Murillo, además de un pintor virtuoso, fue un insistente vendedor de sí mismo y estaría orgulloso de cómo se planea explotar la faceta comercial de su obra. Como se hace en Holanda con Van Gogh, en Viena con Klimt o en cualquier museo del mundo con la respectiva gloria nacional. Y sí, la prosperidad también es ver los cuadros de Murillo impresos en camisetas como los paisajes de Monet, en tazas de desayuno como los dibujos de Warhol, en imanes para la nevera como los bisontes de Altamira o en calzoncillos como el paquete del David de Michelangelo. A ver si ahora vamos a ser los más tontos, además de los más pobres.