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Literatura

Andalucía

«Lluvia fina»: la implosión del silencio

Luis Landero aborda la distorsión de las vivencias familiares y los desafectos generados por las tragedias íntimas

El escritor Luis Landero /Foto: Manuel Olmedo larazon

Luis Landero aborda la distorsión de las vivencias familiares y los desafectos generados por las tragedias íntimas

na familia pronto descabezada escribe su primera tragedia en voz alta: la muerte del padre y, con él, de la fantasía que compensaba la austeridad –material y emocional– de la madre. A partir de ese momento, las tragedias personales comenzarán a narrarse en silencio, golpeando definitivamente a sus cuatro miembros. La gravedad se impone en la rutina de una viuda empeñada en eliminar cualquier rastro de infancia en las dos hijas mayores, herederas precoces de los quehaceres de casa y la exigencia del comportamiento adulto. Esas mimbres sirven a Luis Landero para construir «Lluvia fina», un disparadero de vivencias familiares donde el agravio viaja en todas direcciones. La insatisfacción vital es el único punto en común que generan cuatro personas tan desunidas como necesitadas de reconocerse en el otro.

En la incomprensión externa reside la insatisfacción permanente que todos rezuman y que vuelcan en el centro de ese particular sistema que confluye alrededor de Aurora, sobre el que todos descargan los sinsabores de sus vidas actuales y pasadas. La esposa del pequeño de la familia se erige así involuntariamente en agujero negro de toda la basura emocional que acumula su nueva familia. Ella conoce la intrahistoria desde las ópticas variables que le ofrecen sus cuatro protagonistas, víctimas y verdugos a partes iguales mientras las palabras continúen nublando la terrible realidad.

La ocurrencia de Gabriel, el hermano pequeño, de reencontrarse por el 80 cumpleaños de la madre desencadena el «big bang». Seis días de conversaciones sucesivas al teléfono, donde los protagonistas no llegan a encontrarse. Una semana para dinamitar el largo silencio autoimpuesto como epílogo definitivo de una familia.

Sonia, la mayor, siente que ha reconducido su vida, después de un matrimonio fallido a los quince años, con un hombre al borde de la cuarentena al que todos adoran años después del divorcio, excepto su ex esposa. Andrea, la segunda de las hijas, atrapada por una enfermedad mental que se adivina por la distorsión de un supuesto abandono infantil a la edad de dos años y «la vez que se suicidió» siendo adolescente, dos hechos sobre los que ha levantado su inestable adultez. Gabriel, el hijo, esconde tras su aparente estoicismo de filósofo un infinito historial de anhelos reprimidos resumidos en uno solo: el tedio de vivir al que no ha logrado sobreponerse, que le convierte en un desconocido frente a su esposa y sus hermanas. «Aurora había oído mil veces las distintas versiones de ese episodio» y de otros muchos reinterpretados a cuatro voces, moldeados por el tiempo y el resquemor.

«Así, año tras año, todos los días de todos los meses, a cualquier hora, fue enterándose del argumento exacto de sus vidas». Callada, conciliadora, sobrelleva sin apoyo la enfermedad de una hija encerrada en sí misma, sin ser consciente todavía de que guarda una historia para la que no encuentra oídos a su alrededor. Es consciente de que sus días transcurren a lomos de vidas ajenas.

Las historias familiares la impregnan desde el principio, de manera imperceptible primero, hasta verse empapada por una lluvia fina que no cesa. Y aún así, no abandona el papel que le han asignado, el de dique de contención contra el desborde definitivo. Con un goteo de reproches por momentos exasperante, Landero transcribe conversaciones reconocibles para el lector. Las palabras, advierte al inicio de la novela, regresan más duras pasado el tiempo. «Siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia».

Y mientras se deslizan una tras otra las páginas y avanza la lectura, uno desea que todo cese, que las cosas no hubieran sucedido de esa manera, que alguno de sus protagonistas levante la vista de sí mismo y detenga el diluvio que se avecina. Después de la tempestad, llega la calma, sí, pero para corroborarlo alguien debe haber sobrevivido a la tormenta.