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Los Ángeles

Memorias de una viuda negra

Cincuenta años después de su muerte, Hollywood recupera a Hedda Hopper con dos películas. La cotilla cronista de Los Ángeles aterrorizó a varias generaciones de actores y directores con sus retorcidos artículos. Su especialidad: esparcir rumores y coleccionar muertos

Memorias de una viuda negra larazon

La cotilla cronista de Los Ángeles aterrorizó a varias generaciones de actores y directores con sus retorcidos artículos. Su especialidad: esparcir rumores y coleccionar muertos

«Me he convertido en la muerte, el destructor de mundos», masculló el físico Robert Oppenheimer mientras Trinity abrasaba el horizonte de Alamogordo con el primer champiñón nuclear de la historia. En la película «Sweet smell of success», otro reputado dinamitero, J.J. Hunsecker, el implacable columnista encarnado por Burt Lancaster, también reparte frases como cuchillos: «Estás muerto, chaval. Ya puedes comenzar a enterrarte»; «mi mano derecha no ha sabido de mi mano izquierda en treinta años»; «me gusta Harry, pero no negaré que suda un poco», etc. Hedda Hopper (1885-1966) no despertaba la fascinación del apuesto Hunsecker, pero inspiró el bicho que esclavizó a Tony Curtis en aquella cinta que reptaba por los pasillos de Broadway. Intuimos que trasladar la acción de Hollywood a Nueva York y cambiarle el género al protagonista ayudaría a mitigar las consecuencias de radiografiar el corazón de plomo de la gran cotilla. Columnista fatal, viuda negra de idioma envenenado, Hopper reinaba como una abeja madre en los meandros de la industria del cine. Desde su mansión en L.A. levantó el miedo y malbarataba fama y fortunas. Aterrorizó a varias generaciones de actores y directores. Su especialidad, la crónica retorcida, más sociópata que social, que publicaba en «Los Ángeles Times», le reportó millones de seguidores mediante el limpio procedimiento de esparcir rumores, mojar la pluma en estricnina y coleccionar muertos. Daba igual que fueras una alegre corista recién llegada a Sunset Boulevard o un mito del cine. Si Hopper quería, si te cogía tirria, deducía que no estabas a la altura de su patriotismo, frecuentabas compañías indeseadas, descarrilabas en los procelosos ríos de la moral o le hacías un feo, real o imaginario, ibas listo. Tu nombre adornaría sus artículos, tu cabeza quedaría expuesta para regocijo del populacho y con la negrita de tu pellejo cosería un abrigo.

Cincuenta años exactos después de su muerte, Hollywood recupera a Hopper con dos películas. «Trumbo», sobre el genial guionista machacado por la caza de brujas y recuperado de entre los muertos por valientes como Kirk Douglas, y «¡Ave, César!», la próxima diablura de los Coen. En la primera, le da vida la glacial y dignísima Hellen Mirren; en la segunda, la imponente y andrógina Tilda Swinton. No parece casual que ambas sean británicas. A veces necesitas la escuela clásica, acunada en Shakespeare y sus brujas, para meterle autoridad y recrudecer su encanto fatal a quien, como Hopper, podría caer en el estereotipo maniqueo en manos de una actriz menos dotada. No faltarán sus sombreros artificiosos, barrocos, imposibles, que fueron imagen de marca y con los que parecía siempre a medio minuto de personarse en Ascot. Era a la vez la hierática reina del podio, la corte adornada con tocados estrafalarios, el público sediento de paseos al amanecer y el jinete en pos de la gloria. A los actores les reservaba el papel de caballo.

Como buena extremista, Hopper no dudó en testificar cuantas veces fuera necesario ante los inquisidores del Comité de Actividades Antiamericanas, perrito faldero bajo la guadaña de aquel dipsómano digno de Teléfono rojo que fue el senador McCarthy. También propaló las aventuras de Spencer Tracy y Katherine Hepburn. El propio Tracy le atizó una patada en el culo como pago a su lengua de áspid. También se las tuvo tiesas con Joseph Cotten. La bellísima Joan Bennett le regaló una mofeta con una nota al pescuezo: «¿Quieres ser mi cita de San Valentín? Nadie más quiere. Apesto, igual que tú». Demostró inteligencia al tomárselo a chufla, aunque tampoco olvidó bautizar como Joan al zorrillo mefítido, de cuyas glándulas anales emana néctar hediondo. Sin duda la mala fama le sentaba mucho mejor a ella, actriz de segunda reconvertida en fusilera del tabloide, que a la pobre Bennett. Pero tampoco sería justo silenciar que Hopper fue un galeote de las letras (dicen que escribía hasta seis columnas diarias). Tuvo el humor de aparecer en «El crepúsculo de los dioses» de Wilder, acaso la enmienda a la totalidad más carnívora jamás aplicada a Hollywood. Pertenece a un tiempo más cruel pero también rico en prodigios. Cuando el público creía que las estrellas con palacios asomados al Pacífico brillaban más que la Vía Láctea.