A 33 km del frente
Kramatorsk, el último bastión ucraniano antes del infierno de Bajmut
"Al principio pensaba que los rusos nos iban a conquistar, pero nuestros soldados están aguantando porque luchan por la supervivencia de nuestra ciudad", explica Andrei
La ciudad de Kramatorsk vive al borde del precipicio de la guerra total. Este es el último bastión al noreste del Donbás donde la vida todavía es posible cerca del frente de Bajmut, situado a tan solo 33 kilómetros, donde el Ejército ucraniano sigue ofreciendo una resistencia numantina bajo las bombas y contra las oleadas de soldados rusos. Si la tan temida retirada de las tropas de Kyiv en esa parte del frente llega a producirse, Kramatorsk, ahora habitada en su mayoría por soldados y civiles que no quieren abandonar sus casas, será el próximo objetivo de los secuaces del Kremlin.
A lo lejos se escucha el retumbar de la artillería ucraniana martilleando las posiciones del ejército ruso. Las calles están vacías. El poco tráfico consiste en una variedad de vehículos pintados de verde y reconvertidos para el uso militar, los coches de los voluntarios marcados con cruces blancas, y los de los civiles que viven con la constante espada de Damocles sobre sus cabezas, puesto que la ciudad sigue en el punto de mira de los misiles de Moscú, como el que el 8 de abril de 2022 alcanzó la estación matando a 60 civiles indefensos e hiriendo a más de 110.
Los vagones del tren que cada día llega desde Kyiv a las 13:37 horas con una puntualidad sorprendente, dadas las circunstancias, en su mayoría están ocupados por soldados que vuelven de permiso para reintegrarse en sus unidades de combate, así como un goteo leve pero incesante de civiles que han decidido volver a sus casas, pese a ser conscientes de la posibilidad de volverse a ver copados por el conflicto. “Mi marido está combatiendo en Bajmut, tengo ganas verlo, ahora le van a dar unos días libres. Luego me quedaré porque estaba en Kyiv y allí no tengo nada que hacer”, explica Tetiana, 28, acarreando una gran maleta a través del andén de la estación.
Parques infantiles vacíos
En la ciudad, parte de los supermercados siguen abiertos, así como algunos restaurantes y panaderías, pero el ambiente lúgubre que se respira es el de una urbe que se prepara para lo peor, por lo que a las afueras ya está preparado el sistema defensivo y las trincheras para detener el inexorable avance ruso. En las grandes y amplias avenidas herencia de la época de la Unión Soviética no se ven niños. Los parques infantiles vacíos y con los columpios cubiertos de nieve son un triste recordatorio de que la batalla por el control del Donbás cada día se acerca más.
La mayoría de la gente joven que se ve alrededor viste uniforme de camuflaje o se dedica a labores de voluntariado y restauración. Gran parte de los civiles pululando abrigados hasta las cejas, acarreando bolsas con comida, son ancianos que, cada mañana, se agrupan en las paradas de autobús para moverse de un lado al otro de la ciudad. “El transporte público todavía funciona y eso es una buena señal”, explica Andrei, 74, viudo y residente en uno de los bloques de apartamentos a lo largo de la avenida Parkova.
“Al principio de la guerra pensaba que los rusos nos iban a conquistar, pero nuestros soldados están aguantando. Su resistencia es realmente sorprendente, aunque es normal porque están luchando por la supervivencia de nuestra ciudad”. A su lado, Kateryna, 68, embutida en un abrigo para aplacar las temperaturas bajo cero, coge el autobús cada día para visitar diversos centros de entrega de alimentos. “Hace demasiado tiempo que no me llega la pensión, y para obtenerla hay que hacer una cola muy larga durante muchas horas. A mi edad me duelen las piernas, pero también tengo que comer”, dice, esgrimiendo una sonrisa desdentada sobre unos ojos grisáceos tan tristes como resilientes.
Soldados de permiso
El centro comercial Aurora, uno de los más grandes de la ciudad y cerrado a cal y canto desde hace unos días, es uno de los puntos donde se congregan los soldados de permiso que han venido a la ciudad para darse un respiro del sinsentido asesino de la vida en las trincheras. Un grupo hace cola delante de los cajeros automáticos de una sucursal bancaria para retirar dinero. “Por fin, estamos de descanso. Hemos estado combatiendo durante varios días en Bajmut y dentro de poco nos toca volver al frente”, explica Stefan, 24, quien confiesa que allí ha vivido “los peores combates desde que empezó la guerra”.
“Todo está destruido. La artillería rusa ha arrasado la ciudad y, aunque matamos a muchos soldados rusos, estos siguen mandando más carne”, dice, con una sonrisa torcida y la mirada, entre alucinada y penetrante, que tienen los soldados que han pasado demasiado tiempo en primera línea. “Bajmut es el infierno”, sentencia.
Las rotaciones de la soldadesca enfrascada en los combates a vida o muerte son esenciales para que no se rompa su espíritu de lucha y no pierdan la cabeza. Los combates calle por calle, la constante suciedad, el frío intenso que te hace sentir los huesos como si fuesen de cristal, así como la muerte siempre esperando, impaciente, a la vuelta de la esquina son tan peligrosos como los obuses y las balas rusas.
En una panadería de enfrente, otro grupo de combatientes toma café, fuma compulsivamente, llama a sus familias y ríen a carcajadas como si no hubiera un mañana que, para algunos de estos hombres, quizás nunca llegará. “A mi mujer no le cuento toda la verdad. No quiero que se preocupe más de lo necesario. Ella sabe que esto es muy peligroso, pero prefiero ahorrarle lo peor de la guerra”.
Y, ¿qué es lo peor? “Ver morir a tus amigos y la idea de quedar mutilado de por vida”, explica Anatoly, de tan solo 22 años, pero con las facciones y expresión envejecidas antes de hora, mientras apura la colilla de un cigarrillo. No obstante, “debemos seguir luchando para acabar con los orcos”, añade, usando un término salido de las novelas de J. R. R. Tolkien para referirse a las tropas rusas, el cual se ha hecho muy popular entre la soldadesca ucraniana.
La vida de los civiles y soldados apostados en Kramatorsk sigue pendiendo de un hilo. La ciudad todavía no ha sido pasto de la trituradora rusa que ha desintegrado gran parte del noreste del Donbás. Los miles de habitantes que quedan, un grano de arena en comparación con los 117.000 censados en 2005, aprietan los dientes y resisten, pero la única garantía para su supervivencia pasa por parar la agresión militar ordenada por el nuevo zar ruso, Vladimir Putin.
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