Unión Europea
«El gigante negro»
El fallecimiento de Helmut Kohl deja un vacío difícil de llenar en la vida y en la política europea. Es verdad que llevaba mucho tiempo ausente de la primera fila. Primero lo derrotó Gerard Schroeder en 1998, y luego su propio partido impulsó el relevo, con pretexto –en parte– del escándalo de la financiación ilegal. Estaba muy desgastado después de 16 años en el poder, pero conservaba su personalidad y sobre todo la convicción profunda acerca del sentido de la política que había impulsado.
Kohl alcanzó su estatuto histórico con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Entonces tuvo la oportunidad de alcanzar la altura de un Adenauer y un Bismark –un Bismarck pacífico, claro está–, y la aprovechó. Nunca dudó de que aquel era el momento, y esta convicción estaba relacionada con otra que mantuvo toda su vida. Kohl, efectivamente, era un patriota. Un patriota alemán.
Hombre de gustos sencillos, nada amante de la exposición permanente propia de la política contemporánea, Kohl estaba apegado a su país como a su propia vida. Es difícil imaginar alguien más alemán. Aznar contó que Kohl, de tan gran envergadura, no pudo evitar ponerse a llorar en la basílica de El Escorial, cuando delante de los sepulcros dela familia imperial el órgano entonó el himno nacional de su país.
Conocedor profundo de la historia de Alemania, era eso mismo lo que le llevaba a desconfiar de cualquier proyecto visionario, incluso de cualquier abstracción. Lo suyo eran las relaciones personales, a las que siempre daba prioridad, y un cierto apego a la autenticidad, que no siempre encajaba bien con el vocabulario y los usos institucionales de la Unión. También sabía, e igual de profundamente, que esta era la realidad ineludible de su propio proyecto.
Kohl siempre recordó la Segunda Guerra Mundial, en la que estuvo a punto de tener que participar, como el hecho decisivo de la Europa moderna. Y no se fiaba del todo de quienes no tuvieran un conocimiento directo de la tragedia, tragedia alemana y tragedia europea al mismo tiempo. Por eso Alemania tenía que volver a ser grande, pero en una Europa unida que excluyera cualquier rebrote nacionalista. El papel de Alemania en esa nueva Europa era decisivo, y a largo plazo lo sería aún más después de la unificación, pero Kohl descartaba lo que habría considerado la deriva de una Europa alemana, o de una Alemania que podía llegar a ver en Europa un terreno propicio para ejercer alguna clase de hegemonía. Prefería Bonn a Berlín, en pocas palabras.
De Kohl los españoles debemos recordar también su profunda comprensión de la vocación europea de nuestro país. Jugó un papel de primer orden en la etapa final de las negociaciones para el ingreso de España, y luego fue un amigo fiel, que nunca escatimó en las ayudas, gigantescas, que hemos recibido de la Unión. Sus años en la Cancillería cubren todo el período socialista y, como es natural, mantuvo excelentes relaciones con una política tan vocacionalmente europeo como fue la de Felipe González. Le costó comprender el significado de la llegada de Aznar y del PP centrado al gobierno, pero acabó manteniendo una buena relación con el presidente español. También se interesó por el giro de la política española a partir de 1996. No significaba menos europeísmo, sino más iniciativa, más compromiso y más voluntad de participar en la toma de decisiones, en consonancia con los nuevos tiempos. Hoy, en un momento de dificultades, no esperaría menos de nuestro país.
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