Aniversario
Dos años de represión talibán en Afganistán
El emirato islámico se consolida gracias al fundamentalismo religioso y la represión a pesar del aislamiento internacional y el desastre económico
Dos años se han cumplido desde la fulgurante y brillante operación estratégica que permitió a los talibanes regresar al poder en Afganistán en plena retirada de las fuerzas estadounidenses y del resto de la OTAN y dos décadas después de haber sido derrocados por la misma Alianza Atlántica. A pesar de las iniciales promesas de moderación y magnanimidad de los talibanes 2.0, los dos últimos años han estado marcados, como auguraban los especialistas, por la represión de las libertades, la regresión en el terreno de la igualdad entre hombres y mujeres –que han vuelto a ser marginadas de la vida pública a pesar de los avances que se habían producido durante la experiencia democrática de la República afgana–, la reimplantación del Estado teocrático y la caótica gestión económica.
No ha habido sorpresas, en los primeros dos años de andadura de un régimen cuyos fundamentos ideológicos son los mismos de antaño. «No han hecho cambio en sus creencias ideológicas ni religiosas, que son muy extremas y no son aceptables para la mayoría de los afganos, especialmente para quienes pertenecen a las distintas minorías étnicas», afirmaba hace un año uno de los mayores especialistas mundiales en el movimiento, el escritor y periodista Ahmed Rashid a NPR.
La represión y el fundamentalismo religioso han sido la base sobre la que se ha cimentado el régimen del Emirato Islámico de Afganistán. Ello se ha traducido en torturas, detenciones arbitrarias y ejecuciones sumarias de exmiembros de los cuerpos de la extinta República afgana y miembros de grupos de la resistencia.
Transcurridos 24 meses desde su implantación, la autocracia talibán sigue ser reconocida internacionalmente. A finales de junio, desde la ONU se advertía al régimen de que ello «sería casi imposible» de continuar la política de marginación de las mujeres de la educación y el mercado laboral.
A pesar de la represión y la violencia contra todo atisbo de resistencia, la seguridad sigue siendo una de las asignaturas pendientes para el régimen. Aunque los talibanes mantienen buenas relaciones con Al Qaeda y han logrado avances en materia de orden público en los últimos meses, siguen sufriendo los zarpazos de otras organizaciones armadas como el Estado Islámico del Jorasán (ISKP, por sus siglas en inglés). La filial regional del Daesh ha golpeado con dureza a la población civil, de manera particular a las minorías chiíes. Según datos ofrecidos a finales de junio por la ONU, la violencia de las distintas formas de insurgencia fundamentalista había costado la vida de más de un millar de civiles desde el regreso de los talibanes. La mayoría de los atentados, muchos de ellos suicidas, tienen la firma del ISKP.
En diferido y, a pesar de las iniciales promesas, el régimen ha sido implacable en la expulsión de las mujeres. A finales de diciembre el Emirato prohibía «sine die» el acceso de las mujeres a la universidad y de las organizaciones no gubernamentales. En marzo del año pasado, los talibanes habían hecho lo propio en el ámbito de la enseñanza primaria y secundaria. Las «madrasas» o escuelas coránicas son el único espacio en el que las mujeres son bienvenidas.
Desde el 24 de diciembre, las mujeres no pueden trabajar en ONG, ni locales ni internacionales, incluida la ONU, lo que ha tenido graves repercusiones humanitarias. La única excepción, por el momento, es la sanidad, la nutrición y la educación. Igualmente las mujeres sufren importantes restricciones en su libertad de circulación y reunión.
No más halagüeño es el estado de la libertad de expresión. El régimen ha impuesto una amplia censura a los medios de comunicación y al acceso a la información, y han aumentado las detenciones de periodistas.
No en vano, con ocasión del segundo aniversario de la llegada de los talibanes al poder, Human Rights Watch ha denunciado el «empeoramiento de la represión» del régimen fundamentalista. La ONG pone el foco en el endurecimiento de las «restricciones extremas» sobre los derechos de las mujeres y las niñas y los medios.
A pesar de que hace meses que el foco internacional está puesto en otras zonas y conflictos del mundo, la situación humanitaria que vive la población afgana desde hace más de año y medio es crítica. Décadas de conflictos bélicos, el aislamiento del régimen y el fin consiguiente de la ayuda internacional, fenómenos meteorológicos como una sequía extrema y la expulsión de la mujer del mercado laboral han coincidido en un cóctel letal para la macro y la microeconomía de los afganos (con más de un 20% de caída en el PIB desde agosto de 2021).
4 millones de desnutridos
Entre 28 y 30 millones de personas –dos tercios de la población–necesita ayuda humanitaria urgente en Afganistán. Según datos de la ONU, que viene meses denunciando que la situación es catastrófica, cuatro millones de personas sufren desnutrición aguda, entre ellas 3,2 millones de niños y niñas menores de cinco años. Cinco millones de afganos huyeron del país y hay al menos tres millones de desplazados internos, según revelan los datos de la ONU del pasado julio.