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Guerra de Tigray

"Mi casa ya no estaba porque la bomba que mató a mis padres también la destrozó"

Esta es la historia de un joven etíope que huyó de la guerra de Tigray para evitar disparar un fusil, y que se encontró con que huir de la guerra no es tan fácil como alejarse de ella

Una mujer desplazada de la región de Tigray. Ben CurtisAP

Afwerki está muerto. Afwerki está vivo. Afwerki no reacciona a los estímulos ni parpadea cuando la luz entra en su habitación. Su vida comenzó a desplomarse hace cuatro meses y ahora está sentado al borde de su cama, en la sala de enfermos mentales del centro de las Hermanas de la Caridad en Alamata, Tigray, Etiopía. Responde a las preguntas mirando al suelo y vocalizando sus murmullos a duras penas. Pero Afwerki desearía estar muerto del todo. Hace una semana que intentó cumplir el único deseo que le queda y las vendas que cubren ahora sus antebrazos destacan blancas donde la piel, recreando con colores opuestos la resaca de su corazón marchito. Está sentado con los pies juntos y la mirada buceando por las baldosas del suelo. Él es uno de los 7.000 inmigrantes etíopes contabilizados por la OIM que regresaron de Yemen en noviembre de 2022. Afwerki es un número pero no existe. Su nombre se pierde en una retahíla de listas que le arrebatan su humanidad, insertándole un número que convierte su dolor en un caso de estudio, una estadística, una probabilidad indeseable.

Dan ganas de abrazarle y decirle que todo irá bien, mentirle, acunar sus pupilas hasta que se curen. Cuando comenzó la guerra en Tigray y se corrió la voz entre la población civil de que los hombres en edad militar serían reclutados por los rebeldes del Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT), Afwerki tenía 22 años y pensó que lo mejor que podía hacer era cruzar la frontera somalí para luego embarcarse a Yemen. Desde allí cruzaría a Arabia Saudí, donde buscaría un empleo que le permitiese reunir un buen dinero antes de regresar a su tierra natal.

La ruta Somalia-Yemen-Arabia Saudí es de las más peligrosas que existen. Un ejemplo: en 2019, tres bombardeos aéreos en la localidad yemení de Sa´ada resultaron en la muerte de 60 inmigrantes que procuraban atravesar el país. Un estudio realizado por la consultora Meraki Labs en 2019 determinó que un 79% de los inmigrantes que optan por esta ruta han sufrido episodios de abuso, especialmente a manos de las mafias que se encargan de su transporte.

¿Qué pensaron tus padres cuando les dijiste que te irías?

"A ellos les pareció una buena idea. No querían que yo luchara. Nadie en mi familia estaba a favor de esta guerra."

Sus respuestas son cortas, las susurra. Tiene las manos muy quietas, colocadas una encima de la otra, como si le diera miedo empezarlas a mover y no poder parar. No sonríe, pero sus ojos reflejan una personalidad machacada y puesta a prueba desde que se despidió de sus padres por última vez. Las estadísticas de muertos y desaparecidos en la ruta yemení son confusas y poco fiables, en parte debido al caos inherente a la guerra de Yemen, en parte debido a que nadie (ni los países receptores ni los emisores) ponen demasiado empeño en ello.

¿Qué ocurrió con tus padres, Afwerki?

"Les mató una bomba hace un año."

¿Cómo te enteraste?

"Me lo dijeron unos vecinos cuando regresé a mi pueblo. La casa ya no estaba porque la bomba que mató a mis padres también la destrozó. Entonces decidí venir aquí."

¿Por qué?

"No tenía adónde ir y sabía que las hermanas me cuidarían."

Afwerki salió de una guerra para entrar en un país en guerra, coger un barco a otro país en guerra y arribar finalmente a lo que él consideraba la tierra prometida. Con él viajaron otros etíopes, pero también asegura que compartió partes del trayecto con kenianos, sudsudaneses y somalíes. El cuerno de África, las hambrunas, las guerras, las necesidades económicas, los conflictos familiares y los desastres naturales se escurren envueltos en media docena de nacionalidades hacia el Mar arábigo y se dispersan en busca de oportunidades una vez llegan a Arabia Saudí. Sin embargo, el grupo de inmigrantes más numeroso lo conforman precisamente los etíopes (un 94% en 2019). Afwerki es un peregrino precario en su viaje de ida y vuelta. No maldice su suerte ni se queja de las injusticias que le pesan. Se limita a responder a las preguntas del periodista con la misma resignación con que se mantiene vivo.

¿Cuánto tardaste en llegar desde Somalia hasta Yemen?

"Dos días."

¿Hasta cuando pretendes estar aquí?

"No lo sé."

El traductor suspira y niega con la cabeza, entristecido. Todo en la estampa de Afwerki es triste, desgarrador, el producto de una concatenación de traumas. Cuando se le pregunta qué le ocurre exactamente, no sabe contestar. Las monjas que le cuidan opinan que tiene depresión, pero la depresión aquí no la diagnostica nadie porque no hay psicólogos ni psiquiatras que puedan hacerlo, entonces su terapia consiste en nada más que dormir, comer y sentarse al borde de su cama, como si no hacer nada conseguirá arrancarle de la nada en la que se ha perdido. Para algunos de los ayudantes del centro, Afwerki está simple y llanamente loco.

Háblame de cómo fue llegar a Arabia Saudí, de la ruta que cogiste.

No contesta. Niega con la cabeza, no quiere contestar.

¿Y qué ocurrió en Arabia Saudí? ¿Por qué volviste?

"Yo vivía en Yeda con otros quince etíopes y somalíes en un apartamento, teníamos trabajo, nos iba bien. Un día hubo una redada policial y nos enviaron de vuelta a nuestros países."

¿Y qué pasó con el dinero que ahorraste durante los dos últimos años?

"No me dejaron llevármelo. Se lo quedaron. Dijeron que lo conseguí de forma ilegal."

Afwerki huyó de su hogar para reunir el valioso dinero con que mejorar las condiciones de su familia, atravesó una odisea infernal, trabajó, trabajó, trabajó, trabajó. Luego le quitaron sus ahorros en Arabia Saudí y su familia fue asesinada en Etiopía. De alguna manera, es como si no se hubiera ido, ya que todo su esfuerzo no ha servido para nada. Un hombre comienza a aullar en tigranio desde su cama de la esquina, revolcándose entre las sábanas, chilla y patalea sin nadie que le asista, y Afwerki se tapa los oídos con las manos, cierra los ojos y se niega a contestar a más preguntas. Vuelve a acurrucarse en su cama, que es lo único que le queda, aunque sea una cama prestada por las monjas.

Esta es la historia arrancada a pedazos de Afwerki, un fracasado por sus propios medios y los de otros, un hombre que no sabe lo que le ocurre ni por qué quiere morir, un muerto viviente encerrado en las estadísticas que le eliminan. Una víctima de Tigray que sufrió las consecuencias de la guerra a mil quinientos kilómetros de donde se disparaban las balas.