Ola de disturbios
También hay llamas en el paraíso. Esta semana Holanda ha vivido sus peores disturbios desde hace cuarenta años. Cascadas de detenciones, cristales rotos, comercios saqueados, un centro de detección de coronavirus incendiado… Imágenes muy poco habituales en un país con fama de civilizado y que suscita envidia por sus altos niveles de bienestar.
El motivo de esta oleada de vandalismo han sido las protestas por el toque de queda impuesto por el Ejecutivo liberal de Mark Ruttecon el objetivo de frenar el incremento inmisericorde de casos de coronavirus en el país, una medida por, otra parte, muy similar al del resto de países europeos.
La única diferencia radica en que, en este caso, supone un giro copernicano respecto a la estrategia seguida por el Gobierno durante la primera oleada. Durante el mes de marzo, mientras otros países europeos comenzaban a ver las orejas al lobo y ponían en marcha medidas drásticas, el Gobierno holandés apostó por todo lo contrario. De hechos muchos ciudadanos belgas cruzado las fronteras durante los fines de semana para ir de compras, tomar una copa o disfrutar de algún plan cultural.
Atrás queda el “confinamiento inteligente”
La Haya defendió el denominado “confinamiento inteligente” y Rutte repitió una y otra vez la necesidad de tratar a los ciudadanos como “adultos y no como niños”. Un canto a la responsabilidad individual y quizás, a cierta superioridad moral respecto a sus vecinos.
“Ese sentido de excepcionalismo, o “nuchterheid” - sobriedad o sensatez- ha vuelto como un fantasma para perseguirlos. Aquí estamos casi un año después. Los países que aplicaron restricciones duras antes están disfrutando ahora de mayores libertades. La gente mira al otro lado de la frontera hacia Bélgica, donde las escuelas han reabierto, mientras que aquí están cerradas hasta al menos el 9 de febrero”, escribe Anna Holligan, corresponsal de la BBC en el país.
Efectivamente, la situación en el país no dista demasiado de la de sus vecinos europeos. Los bares y restaurantes están clausurados desde el mes de octubre ylas escuelas y comercios considerados no esenciales no abren sus puertasdesde el mes de diciembre. A su vez, la campaña de vacunación comenzó más tarde que en otros países europeos y avanza muy lentamente.
¿Quiénes son los que protestan?
Pero, ¿quiénes son los que protestan? La Policía asegura que son jóvenes movilizados a través de las redes sociales y con diferentes perfiles: los bautizados como “negacionistas” que desmienten las informaciones oficiales por el coronavirus y defienden diferentes teorías conspirativas, pero también hooligans de fútbol y grupos de neonazis. Aunque en el momento álgido de los disturbios algunos alcaldes llegaron a hablar de “guerra civil” en el país, lo cierto es que las encuestas aseguran que el 90% de los holandeses respaldan las nuevas medidas tomadas por su Gobierno. Rutte los ha calificado como “escoria”.
¿Los vándalos protestan por el toque de queda o por una sensación de malestar asociada a otros factores? Resulta difícil de saber, al menos por el momento. Otro de los grandes interrogantes reside cómo afectaran estos hechos a las próximas elecciones que se celebrarán en el país el próximo 17 de marzo. Antes de estos disturbios el actual primer ministro interino, el liberal Mark Rutte, aparecía como el candidato más votado en los sondeos mientras la ultraderecha de Geert Wilders estaba en segunda posición.
El país tiene dos fuerzas consideradas como extrema derecha ya que el joven Thierry Baudet consiguió en 2019 dar el campanazo y superar con cuatro senadores los resultados de Wilders, su gran rival político ya que se disputan el mismo electorado. Las dos formaciones, cuyo discurso defiende el blindaje de fronteras, han culpado a los inmigrantes de estos actos. Wilders cargó “contra la escoria, a menudo inmigrante, que está destruyendo Países Bajos” y Baudet ha asegurado que los disturbios “no tiene nada que ver con protestar sino con la inmigración masiva fallida”.
Precisamente el país ha vivido uno de sus mayores escándalos políticos cuándo el Gobierno, ahora en funciones, dimitió en bloque el pasado 15 de enero por un caso de racismo institucionalizado. Durante 2013 a 2019, la Administración del país persiguió de manera ilegal a padres de origen extranjero y les obligó a devolver unas ayudas concedidas supuestamente de manera fraudulenta. Esto llevó a muchas familias con pocos recursos a la bancarrota, ante la necesidad de para pagar sus deudas con el fisco holandés.
La imagen exterior se deteriora
El escándalo tiene dos vertientes: por una parte, la Hacienda del país no tenía pruebas suficientes para asegurar que estas personas no tenían derecho a esta subvenciones -ya que en algunos casos se trataba de meros defectos de forma en la tramitación de estas ayudas- y, por otra, ha quedado demostrado que las familias señaladas eran de origen extranjero, ya que la segunda nacionalidad aparecía destacada en los documentos oficiales.
Un pequeño país como Holanda ha acaparado titulares en las últimas noticias por hechos que agrietan su imagen pública, quizás a veces demasiado idílica. El país de los tulipanes y las bicicletas siempre es señalado en la prensa internacional por su sólido Estado de bienestar y suele ser un referente para la fuerzas de izquierda por su legalización de la marihuana y su ley de eutanasia pionera.
A pesar de esto, la postura de Rutte -líder de los halcones en su apuesta de la ortodoxia presupuestaria y reticente a mecanismos de solidaridad europeos para los países del sur- también ha hecho cuestionar los fundamentos del modelo económico holandés. Concretamente, su agresiva planificación fiscal que a través de una estructura conocida como “sándwich holandés” permite que las multinacionales prácticamente no paguen impuestos en el país. Los servicios públicos pierden parte de su financiación.