Casa Blanca
Estados Unidos entierra la era Trump
Biden toma posesión como 46º presidente en una ceremonia sin público por la pandemia y en una capital fortificada tras el asalto al Capitolio. El magnate deja un país dividido tras cuatro años
Con la salida de Donald Trump EE UU pone punto final a cuatro años de nacional populismo y políticas disruptivas. Cuatro años de nativismo, discursos contrarios a la globalización y victimismo. Cuatro años de luces económicas, batallas culturales, discursos xenófobos, ataques a la libertad de expresión y enconamiento partidista. Cuatro años que en realidad vienen de antes, de movimientos como el Tea Party, y que cristalizan en una figura que en el país que reverencia la verdad fáctica fue capaz de decir más de 20.000 mentiras en menos de un lustro al tiempo que insultaba a los jueces díscolos, al FBI, los fiscales, los gobernadores, los científicos y los periodistas.
Trump quedará como el líder que animó a sus secuaces a presionar a los legisladores y que trató de intimidar al vicepresidente Mike Pence, que por cierto no asistirá a sus fastos de despedida, para que violara la ley. Quedará también como el líder del milagro económico durante sus primeros tres años. Fue el político capaz de conjugar una fiscalidad virtuosa y el responsable de acumular un déficit público nunca visto.
En un vídeo de despedida, el magnate presumió de ser “el primer presidente en décadas que no ha comenzado nuevas guerras”. “Estoy especialmente orgulloso de ser el primer presidente en décadas que no ha comenzado nuevas guerras”, subrayó.
Entre sus logros tocará considerar el viraje respecto a China. Una potencia a la que Occidente quiso seducir rumbo a los usos de las democracias liberales y que encontró en esta Administración un enemigo formidable. Lo ejemplifica la denuncia de este mismo martes, cuando el departamento de Estado acusó a las autoridades de Pekín de cometer un genocidio y crímenes de lesa humanidad con su represión de los uigures y otras minorías. El tipo de comportamiento totalitario y genocida que muchas potencias preferían ignorar mientras China acumula años deportando a ciudadanos, recluyendo a miles en campos de concentración y cometiendo contra los musulmanes toda clase de crímenes.
En palabras del todavía secretario de Estado, Mike Pompeo, tras recordar los juicios de Nuremberg, la Convención contra el Genocidio de 1948 y los crímenes del Estado Islámico contra los cristianos yazidis de Irak y Siria, «desde marzo de 2017, las autoridades locales intensificaron drásticamente su campaña de represión, de décadas de duración, contra los musulmanes uigures y miembros de otras minorías étnicas y religiosas, incluidos los kazajos y los kirguís.
Pompeo habla sin tapujos de un «genocidio en curso». Pero atención: sus palabras coinciden con las del propio presidente entrante, Joe Biden. Hasta el punto de que los demócratas, siquiera en ese sentido, al menos en parte, seguirán la senda marcada. Trump también descabezó a la facción más belicosa de los dirigentes iraníes, con el asesinato del general Soleimani. Al precio, eso sí, rozar una guerra. Destacan igualmente los acuerdos firmados entre Israel y varias naciones árabes. Y debacles como la salida de la Organización Mundial de la Salud, en pleno esfuerzo mundial para combatir el coronavirus, del Acuerdo de París contra el Cambio Climático y el acuerdo nuclear con Irán.
De momento el equipo de de Biden ya ha prometido una serie de órdenes ejecutivas. Espera revertir algunos de los caballos de batalla de su antecesor. Estados Unidos volverá a París, sin duda. Pero quizá nada sea más llamativo que la intención de enviar al Congreso una propuesta para enmendar y reformar el maltrecho sistema migratorio. Entre otras cosas se cree que podría dar la oportunidad a los “dreamers”, los niños y jóvenes indocumentados, para adquirir por fin la nacionalidad estadounidense. Otros colectivos de “sin papeles” también saldrían beneficiados, aunque está por ver que Biden sea capaz de lograr los consensos necesarios.
Juicio político
Material combustible, que enardece los debates en un legislativo que despide a Trump con otro impeachment. Casi nadie cree que la Cámara Alta lo condene en el juicio político. Sus perseguidores necesitan una mayoría de dos tercios. Al mismo tiempo el líder de los republicanos, el senador Mitch McConnell, ha acusado directamente a Trump de azuzar a la multitud que asaltó el Capitolio. Cualquiera que siga la política estadounidense sabe que estas palabra suyas son una bomba: «La mafia fue alimentada con mentiras (...) provocada por el presidente y otras personas poderosas». Coinciden con el convencimiento del senador por Kentucky, el libertario Rand Paul, expresado este mismo lunes, de que votar a favor del “impeachment” podría romper a los republicanos. Hasta un tercio podría abandonarlos y/o seguir otras opciones políticas: incluido, por cierto, la posibilidad de un nuevo partido.
Tensión en el Partido Republicano
Esos tambores de guerra son otra de sus herencias más notorias. Se va un presidente denunciado como un extremista con tentaciones de autócrata, heredero de populistas como Henry Ford, Charles Lindbergh y George Wallace. Un empresario que llegó a la política después de arruinarse y triunfar en los negocios y las televisiones. La calamitosa gestión de la pandemia, cuando convirtió las medidas profilácticas en trifulca cultural, lucirá junto a los cientos de miles de muertos acumulados.
Su sucesor, Biden, infinitamente más convencional y moderado, tiene también sus propios problemas. Entre otros, descontados el coronavirus y la marcha de la economía, los que puedan causar las falanges iliberales de su partido, esa izquierda radical y posmoderna enemistada con el demoliberalismo, el libre intercambio de ideas y hasta la presunción de inocencia.