Asalto
Así fue el asedio que no se supo parar
El uso de bombas caseras y cócteles molotov evidencia una preparación que pasó inadvertida por las agencias de seguridad
La convocatoria de una marcha trumpista aparentemente pacífica, bajo el lema «Salvar a América», derivó en un asalto democrático al Capitolio de Estados Unidos, máxima institución legislativa del país. Y no sólo el lugar sino también la fecha fueron clave en la maniobra de Trump: el 6 de enero, coincidiendo con la certificación de los votos del Colegio Electoral para nominar oficialmente al demócrata Joe Biden como presidente de EE UU.
El todavía presidente anunció en los días previos a la marcha y desde Florida que sería un «día histórico» en Washington, animando a sus más fieles seguidores a acompañarle en la manifestación organizada en la capital del país. Dicho y hecho. Durante un incendiario discurso frente a la Casa Blanca, justo al lado opuesto del Capitolio en el mismo paseo de los museos de la ciudad, Trump animó a sus seguidores a ser fuertes porque «nunca recuperaréis nuestro país con debilidad».
El mandatario también incitó a sus seguidores a la violencia, alentándoles a caminar los cerca de 2 kilómetros hasta el Congreso y a cruzar sus puertas para darles una lección a «los demócratas y a los republicanos débiles». Distancia suficiente para dispersar la multitud de los miles de manifestantes que asistieron a su discurso y para acrecentar los ánimos caldeados de los cientos de ellos que decidieron continuar.
Ese otro grupo reducido, cientos de seguidores pro-Trump armados y exaltados, llegó hasta el final de la Avenida Pensilvania. A las puertas del Capitolio. Durante cerca de 90 minutos, derribaron vallas, atacaron a la policía y terminaron escalando muros y entrando al interior del Congreso por la fuerza. El acto vandálico de unos pocos provocó el cierre de emergencia del Capitolio mientras los legisladores se encontraban en plena sesión.
Hasta el día siguiente no se supo que los manifestantes usaron armas, bombas caseras y hasta cócteles molotov para forzar la entrada pasando por alto a los oficiales con equipo completo antidisturbios, gritándoles «traidores» por hacer su trabajo. Aunque el Ejecutivo, para sorpresa de todos, tardó horas en ordenar refuerzos y desplegar la Guardia Nacional, encargada de poner orden en los casos de emergencia. Fue el vicepresidente Mike Pence quien, finalmente, dio al Pentágono la orden de actuación. Para cuando los agentes llegaron era tan tarde que los 2.000 soldados de la Guardia Nacional de la capital no dieron abasto y tuvieron que acudir a la ayuda sus vecinos estados de Maryland y Virginia para poner fin a la batalla campal del Capitolio.
Una vez desalojaron el Congreso de vándalos y peligros crecientes, la sesión formal pudo continuar. Pero el país, y el mundo entero, seguía entre consternado e incrédulo el mayor ataque al Capitolio sufrido en la historia reciente del país. La jornada de caos en Washington dejó escenas para el recuerdo. Mientras los senadores y congresistas que permanecieron en ambas cámaras tuvieron que hacerlo escondidos bajo sus asientos, la seguridad privada les facilitó máscaras de gas para defenderse de posibles ataques. Los asaltantes arrasaron con oficinas y todo el material urbano que encontraron a su paso, fotografiándose en lugares emblemáticos del edificio como el atril del Senado, la Cámara de Representantes o el escritorio de la oficina personal de su presidenta, Nancy Pelosi.
Los más afortunados, como el vicepresidente Mike Pence, pudieron ser evacuados a tiempo. El ataque sin precedentes en la sede del poder legislativo estadounidense deja en entredicho a los cargos responsables de dar órdenes y al sistema de seguridad del recinto, que en ocasiones habituales es, de por sí, más que suficiente. Incluso extremo, a juzgar por las dificultades para los propios funcionarios o medios acreditados de acceder a su interior. Pero el asalto perpetrado por cientos de seguidores de Trump, enfurecidos tras su discurso, hizo que en cuestión de minutos la capacidad de los agentes se desbordara, impidiéndoles actuar a tiempo o recibir el apoyo necesario.
Mientras, en el interior del Congreso, el caos sobrepasó a la policía, aunque armada, que fue incapaz de evitar la entrada de los manifestantes y detener los ánimos de los asaltantes. Entre banderas confederadas, indumentaria a favor de Trump e incluso uniformes militares y armas, arrasaron con todo lo que se encontraron por delante. Pasar por alto la seguridad en uno de los edificios más protegidos del mundo no esa algo fácil de entender. Es, en definitiva, el legado de Trump. Los últimos días –negros– de su mandato dejan un horizonte oscuro, empañado con mentiras, ataques y violencia. El Capitolio se inundaba, el día después, de pancartas con mensajes aclamando paz, unión y fe: «Somos uno» o «Dios bendiga a América».