Venezuela
Hambre en Venezuela: «Prefiero que me paguen con comida a que me den un sueldo»
Un tercio de las personas ha aceptado trabajar a cambio de alimentos ante la pérdida del valor del dinero
Sol Teresa Mejías es venezolana de nacimiento, hija de un hogar de colombianos instalados en Caracas hace más de 40 años. Eran los tiempos de la Venezuela saudí, aquella que disfrutaba de una economía pujante y luego de un mar de petrodólares, a comienzos de los años 70. En 2020 su rostro denota cansancio, hartazgo y tristeza. Sus hijos se fueron al país de los abuelos a buscar oportunidades, mientras ella continúa «echándole pichón» en la capital del país que, gobernado por Nicolás Maduro, pasa hambre.
La mujer cada día sale de su casa antes de las 5 de la mañana, desde lo alto del cerro que la alberga, para ir a limpiar casas. El acuerdo es sencillo: ella llega a las 7 de la mañana y trabaja hasta las 3 o 4 de la tarde haciendo labores del hogar, a cambio de un pago por la jornada. Limpia, barre y lustra los pisos, lava platos, hace relucir baños y demás espacios. Pero no cocina. Al contrario. Sol Teresa recibe el desayuno y el almuerzo como parte de su compensación, el resto en efectivo; si es en dólares, mejor.
«Me sale mejor trabajar y comer en la casa que limpio a que me den el dinero que igual se me va a ir comprando cualquier cosa para alimentarme. Yo desde un principio exijo que me den la comida, que no forme parte del pago», dice la mujer. Su empleadora, la matrona de una familia caraqueña del noreste, se esfuerza en que la alimentación sea completa. «Ella trabaja bien, y queremos seguir teniéndola. Aquí yo le preparo su comida completa, con proteína, con arroz, con ensalada. Sé que de lo contrario pudiera dejar de venir, y sería peor para todos».
El Programa Mundial de Alimentos de la Organización de Naciones Unidas (WFP, por sus siglas en inglés) publicó un estudio en el que afirma que 9,3 millones de venezolanos están en inseguridad alimentaria, y necesitan asistencia. «Para sobrevivir, el 33% de los hogares ha aceptado trabajar a cambio de comida y el 20% ha vendido bienes familiares para cubrir necesidades básicas. Seis de cada diez familias han gastado sus ahorros en comida», revela el informe basado 8.375 cuestionarios válidos, recopilados entre julio y septiembre de 2019.
Sol Teresa está allí. Sabe que trabaja literalmente a cambio de alimentarse. «Siempre pienso que la limpieza de las habitaciones y el salón es por dinero, pero la de los baños es por la comida». A veces, admite, deja parte de las porciones para la cena. «Hay que rendirla».
Según el informe de la WFP el 74% de las familias venezolanas ha utilizado estrategias de supervivencia relacionadas con el consumo de alimentos, reduciendo la variedad y calidad de la comida; y el 60% de los hogares reportó haber reducido el tamaño de la porción de sus comidas.
Al otro lado de la ciudad, al oeste, está el comedor Padre Rogelio de la Iglesia Nuestra Señora de Lourdes, donde unas 45 personas, incluyendo niños, buscan un bocado. Allí está Paola Aular, junto a su madre y a sus dos niños. Una familia completa que acude a alimentarse pues no tienen otra alternativa. Son parte de ese 32,3% de la población venezolana que se encuentra en condición de inseguridad alimentaria severa (7,9%) o moderada (24,4%), según la ONU.
Aular dice que no es una rutina. Que solo acuden al sitio cuando el bolsillo se les queda seco. El problema ya no es la escasez de productos, dice, sino la imposibilidad de adquirirlos. «Ya no hay colas por harina ni por arroz, pero no siempre hay con qué pagarla, y cuando hay no alcanza para el resto. La arepa no se come sola», se queja la mujer. El informe de la ONU afirma que el 59% de los hogares de Venezuela no tiene ingresos suficientes para comprar comida.
Además, según el Programa Mundial de Alimentos, siete de cada 10 venezolanos reportaron que siempre hay comida disponible, pero no todo (ni todos) pueden costearlos, pues «los precios son demasiado altos en comparación con los ingresos de los hogares». Ello se traduce también en una dieta no diversificada.
Sofía Graterol, de 24 años y embarazada de cinco meses, está en el Mercado de Coche vendiendo queso. «Uno no puede dejar de producir ni por estar preñada. El que no trabaja no come», relata.
Más allá, Daniel vocifera los precios de las frutas y verduras. A sus 11 años ya tiene un fajo de billetes en la mano y sabe trabajar el peso. Lleva año y medio trabajando junto a sus primos en el puesto de sus padres. No asiste a la escuela porque «pa’ aportar en la casa hay que trabajar». De vez en cuando una mordida furtiva a un plátano que rinde durante medio día.
Y hay quien lo consideraría afortunado, incluso. La nutricionista venezolana y activista de los Derechos Humanos Susana Raffali denunció el 24 de febrero que al sur del país, en las minas de Bolívar, fue testigo de algo peor: «Encontré una niña de 11 años que tenía las uñas pintadas, ella me dijo que no le gustaba y yo supe en ese momento que se trataba de un caso de prostitución, sus padres la prostituían para comprar comida».
Ella, que viene registrando junto a Cáritas de Venezuela, la desnutrición infantil en el país y alertando sobre sus consecuencias para generaciones enteras, destaca que «el Estado no está en capacidad ni en disposición de garantizar la alimentación de los venezolanos. Si ahora mismo se repartiera la comida disponible entre todos, esa que aparentemente mejoró, quedaría por fuera el 22% de la población».
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